Entrar en un kebab es como cruzar el umbral de otro universo. Un lugar donde el concepto de higiene es opcional, los ingredientes son un enigma y el vendedor es un maestro del engaño, la rapidez y la improvisación.
Da igual la ciudad, el barrio o la hora del día. Todos los vendedores de kebab son exactamente iguales. Un tío con una camiseta grasienta, una espátula que ha visto cosas que no queremos saber y una mirada que oscila entre el aburrimiento absoluto y el desprecio silencioso. Tú puedes entrar con hambre y emoción, pero él te mira como si fueras el cliente número 7.845.329 de su carrera y ya le sude la polla tu existencia.
—Hola, un kebab con todo menos cebolla.
—Vale.
Y ahí empieza el ritual sagrado del kebab. La carne gira en el pincho, con ese brillo sospechoso de grasa reciclada, y el vendedor la raspa con una cuchilla que parece más apropiada para descuartizar cuerpos que para preparar comida. No sabes de dónde ha salido esa carne. Nadie lo sabe. Ni él lo sabe. Lo único que tienes claro es que está ahí, acumulando capas de historia, como un fósil grasiento de kebabs pasados.
Pero el verdadero espectáculo es cuando prepara la pita o la tortilla. Lo hace con una rapidez increíble, sin mirarla, como si fuera un puto ninja del fast food. En menos de 20 segundos, ya ha rellenado, envuelto y cerrado el kebab, con una eficiencia que ni los ingenieros de la NASA. Y lo mejor es que, por mucho que le especifiques los ingredientes, siempre se la suda y te pone lo que le sale de los cojones.
—Sin cebolla, por favor.
—Vale.
Primer bocado: pura cebolla.
Y cuando ya has asumido que tu kebab es una lotería de ingredientes, llega el momento de la salsa. El vendedor te da tres opciones, pero en realidad son dos.
—¿Salsa blanca, picante o las dos?
Dices solo blanca, pero el cabrón te mete un toque de picante porque sabe que no eres nadie para decidir cómo debe saber tu kebab.
Y si hay algo que un vendedor de kebab siempre hará sin excepción, es mirarte con desdén si pides un durum en vez de un kebab normal. Como si fueras un hereje, como si acabases de cometer un sacrilegio gastronómico. No te dirá nada, pero en su cabeza ya te ha juzgado.
Pero lo mejor de todo es su habilidad para calcular precios de forma aleatoria. Puedes ir dos días seguidos, pedir exactamente lo mismo, y pagar dos precios diferentes. No hay lógica, no hay tarifas fijas. El vendedor de kebab cobra lo que siente en su corazón en ese momento.
Y ahí estás tú, con tu kebab envuelto en papel de aluminio, caminando por la calle con esa mezcla de emoción y miedo a la salmonelosis. Porque sí, es grasiento, es cuestionable, pero qué cojones, el kebab es el mejor amigo de la resaca y el hambre desesperada.
Así que la próxima vez que vayas a un kebab, recuerda: el vendedor no te respeta, la carne es un misterio, la salsa es una lotería y el precio es una incógnita. Pero aún así, vas a volver, porque el kebab no se elige, el kebab te elige a ti.