Hay semanas que son una puta broma pesada. Empiezan con el lunes metiéndote una hostia en la cara, el despertador sonando como si estuviera poseído por Satán, y tú arrastrándote de la cama preguntándote en qué momento decidiste que ser adulto era una buena idea. Y cuando menos te lo esperas, ¡pum! Es miércoles. ¿Qué cojones ha pasado con el martes? Nadie lo sabe. Se ha esfumado como el sueldo a mitad de mes.
Pero justo cuando crees que la cosa va rápido, el puto jueves decide ponerse en modo slow motion. Miras el reloj y han pasado 5 minutos. Miras otra vez y han pasado 3. Una distorsión del espacio-tiempo de la que ni Einstein te puede sacar. Cada hora es una puta eternidad, cada minuto pesa más que un lunes de resaca. Intentas hacerte el fuerte, te metes litros de café en el cuerpo, cambias de postura, finges interés en el curro, pero nada. Estás atrapado en una dimensión alternativa donde los segundos se arrastran como un funcionario con ganas de jubilarse.
Y entonces llega el viernes. Ese hijo de puta va acelerado. Te levantas, te lavas la cara, parpadeas dos veces y de repente son las 10 de la noche y estás con un cola-cao en la mano sin entender cómo has llegado ahí. Te han robado el día. Se lo han follado sin tu permiso. Y ahí estás, sintiéndote estafado, con la certeza de que el universo está jugando contigo como un gato juega con una presa antes de darle la última dentellada.
El tiempo es un cabrón. Se ríe en tu puta cara, te jode los planes, te roba días y te alarga otros como si fueras un condenado a cadena perpetua. Y lo peor es que no puedes hacer una mierda al respecto. Solo te queda maldecir, cagarte en todo y asumir que vivir es básicamente una estafa a gran escala donde el tiempo es el puto jefe del cártel.