A ver, pongámonos serios un momento. El gin tónic no es solo una bebida, es un puto ritual. Una ceremonia absurda donde un iluminado con bigote encerado te explica durante 15 minutos por qué su ginebra infusionada con lágrimas de unicornio y pimienta de Sichuan es la hostia en verso. Porque claro, tú venías a tomarte un trago, pero te has metido en una clase de botánica avanzada.
Vamos a dejar las cosas claras: hace años el gin tónic era lo que pedía tu abuelo en el bar del pueblo con una rodajita de limón y una tónica de marca blanca. Pero en algún momento de la historia, probablemente cuando alguien con gafas de pasta y un tatuaje de brújula descubrió que podía cobrarte 15 pavos por ello, se convirtió en el cóctel de la sofisticación.
Ahora resulta que si tu gin tónic no lleva seis bayas de enebro, dos pétalos de rosa y el vaho de un chamán nepalés, estás bebiendo como un neandertal. Porque sí, amigo, el gin tónic moderno es un festival de gilipolleces en copa de balón. ¿Que te apetece un poco de romero ardiendo? Lo tienes. ¿Que prefieres un twist de pomelo ecológico recogido por monjes tibetanos? También. No hay límites para la creatividad (ni para el sablazo que te meten en la cuenta).
Y ojo con la elección de la ginebra, porque aquí también hay clases sociales. Si pides una que no cuesta lo mismo que un riñón en el mercado negro, el barman te mirará con el desprecio con el que un sommelier de tres estrellas Michelin observa un tetrabrick de vino Don Simón. “¡Esta tiene notas de cardamomo y esencia de lavanda, pringao!”, parecen decirte sus ojos mientras agita con parsimonia la cuchara de bar.
Pero, seamos honestos, al final lo que la gente quiere es un buen pelotazo que entre bien y les haga sentir sofisticados sin necesidad de aprenderse la puta enciclopedia de los botánicos. Así que brindemos, con o sin jengibre confitado, por la magia del gin tónic: el cóctel que consiguió que pagar 15 euros por un vaso de alcohol con tónica nos pareciera la mejor idea del mundo.