Tipos de jugadores de palas de playa: un espectáculo veraniego

El juego de las palas en la playa es como la tortilla de patatas: todo el mundo dice saber hacerlo, pero cuando te acercas y lo ves de verdad… madre mía. En teoría, no puede ser más simple: dos personas, una pelota, dos palas y muchas ganas de hacer el ridículo. Pero lo que parece una actividad inocente y veraniega, pronto se convierte en un espectáculo de lo absurdo digno de estudio antropológico.

Entre risas, pelotazos y egos con protector solar, el ecosistema palístico despliega toda su fauna. Y aquí va, desmenuzada con cariño, mala leche y un poco de arena entre los dedos.

Primero están los que juegan por el puro placer de pasarlo bien. Ella con sombrero de paja, él con gafas de gasolinera. Ríen entre toque y toque, y si la pelota sale disparada a la otra punta de la playa, se disculpan con humildad y un “uy, perdona, es que el viento…”, aunque no se mueva ni una hoja. No hacen ruido, no compiten, no presumen. Sus palazos suenan sinceros. Son los que te reconcilian con la humanidad. Si todo el mundo jugara como ellos, no harían falta ni elecciones.

Después vienen los niños desatados. Un escenario apocalíptico hecho realidad. Les das una pala y entras en el modo caos: carreras sin sentido, gritos que perforan tímpanos y pelotas lanzadas como si fueran granadas de mano. No hay técnica, no hay control, no hay conciencia de los cuerpos ajenos. Solo una necesidad urgente de darle a la pelota como si quemara. Y tú, que solo querías leer en paz, acabas atrapado entre toallas arrugadas y pelotazos al cogote.

Y luego están ellos. Los flipados. Los intensos. Los atletas de chiringuito. Los que aparecen con palas profesionales, ropa deportiva ajustada y una botella de agua con electrolitos como si fueran a correr la San Silvestre. Trazan una pista imaginaria de 27 metros, hacen estiramientos previos y se lanzan a una coreografía de toques donde fallar es pecado mortal. Cada punto es un drama. En una playa llena de sombrillas, toallas y niños llenos de arena. Esta gente no juega, coloniza. Y el resto, como ciudadanos de segunda, solo puede esquivar y aguantar el chaparrón.

En medio de tanto personaje, está el jugador random. El de verdad. El que simplemente está ahí, con una pala vieja, una pelota medio desinflada. El jugador random juega sin reglas claras ni objetivos definidos. No sabe si se trata de marcar puntos, de que la pelota no toque el suelo o simplemente de darle hasta que alguien se aburra. Su partida es puro instinto veraniego: le da como puede, se ríe cuando falla y sigue adelante como si todo tuviera sentido. No hay estrategia, no hay normas, solo el placer de estar ahí, con una pala en la mano y cero presión en la cabeza. Y, curiosamente, eso lo convierte en el más libre de todos.

Así que, por favor, juega con cabeza. Las palas pueden ser una maravilla o un suplicio. Todo depende de quién las tenga en las manos. Jugar está bien. Lo que no está bien es convertir la playa en tu pista privada. Respeta el espacio. Respeta a los demás y no seas ese gilipollas que arruina el verano a golpe de ego y fibra de carbono.