Vamos a ver. Si te dijeran que el mayor evento del verano iba a ser un circo romano con luchadores disfrazados de superhéroes, campeones fingiendo lesiones y regresos más forzados que un reencuentro de ex, pensarías: “otra vez la WWE haciendo de las suyas”. Pues sí, colega. Pero esta vez lo han hecho tan jodidamente bien que solo queda aplaudir… y reírse un poco, que es muy sano.
El invento duró dos noches. Porque claro, una no bastaba para tanto drama. Más de 113.000 locos llenaron el MetLife Stadium entre sudor, fuegos artificiales y gente con carteles que ya no sabes si son de fans o de pacientes. La WWE dijo: «¿Queréis espectáculo? Os vais a cagar.»
Lo de CM Punk y Gunther fue un combate que fue de menos a más como esas series que empiezan lentas y luego acabas flipando. Pero no dio tiempo ni a saborearlo. Aparece Seth Rollins con cara de santo y maleta en mano. Se quita el disfraz de tullido, hace el cash-in y se lleva el título como buen pillo.
Si pensabas que ya lo habías visto todo, llega la segunda noche en la que Cody Rhodes se carga a John Cena en una pelea que fue más una despedida disfrazada de combate que otra cosa. En medio del festival de músculos y nostalgia, va John Cena y se marca uno de esos gestos que solo puede hacer él sin que suene ridículo: le coge la muleta a un jugador de baloncesto del público, se apoya en ella con carita de “estoy roto pero todavía os reviento el corazón” y se gana a todo el estadio en cinco segundos. Porque sí, Cena ya no corre igual, ya no vuela como antes, pero aún sabe cómo mover los hilos del show. Solo él puede coger una muleta ajena y convertirla en parte del guión como si fuera el puto Shakespeare del pressing catch. Cena vendió bien la derrota, con cara de “yo ya no estoy para estos trotes” y dignidad de leyenda. Pero Brock Lesnar, que estaba en la cueva, decide volver solo para soltar un F-5 y largarse sin decir hola ni adiós.
Entre los combates más importantes, también hubo espacio para joyitas. Para empezar, te plantan a un cantante en el ring. Sí, colega, otro artista que decide bajarse del escenario y subirse al cuadrilátero. Aparece con más vergüenza que técnica, y aún así se marca un combate que no fue una obra maestra… pero oye, entretuvo más que muchas promos soporíferas. Eso sí, le pegaron hasta en el ritmo. Se llevó más golpes que reproducciones en Spotify. Fue una coreografía de supervivencia con ganas. Y te digo una cosa: lo hizo mejor que muchos de los que se suponen profesionales. Al menos puso huevos… y eso ya es mucho en un ring lleno de buenos actores.
Becky Lynch defendió su título como quien sale a por todas y no deja ni las migas. Naomi se llevó la triple amenaza con estilo, y Dominik Mysterio sobrevivió al odio general con ayuda de los Wyatt Sicks, que parecen sacados del Pasaje del Terror del Parque de Atracciones de Madrid.
Y no se nos puede olvidar el puto combate de Tag Team con escaleras, que más que lucha parecía una pelea entre albañiles poseídos. Qué barbaridad. Se dieron con todo: escaleras, mesas, sillas, etc. Aquello no fue un combate, fue un intento de asesinato múltiple con mucho flow. Hubo uno que cayó desde lo alto como si se le hubiese apagado el cerebro en pleno vuelo, otro que usó la escalera como si fuera un acordeón asesino, y un momento en el que no sabías si estabas viendo WWE o un episodio extremo de Bricomanía. Eso sí, espectáculo puro. Cada golpe sonaba a “esto no acaba bien” y cada subida por la escalera era más tensa que la espera del barbero cuando le dices “arriba solo las puntas”. Un desfase glorioso.
El combate en jaula entre Solo Sikoa y Jacob Fatu fue como encerrar a dos búfalos cabreados: golpes, traiciones y un portazo en la cara que sonó en tres continentes. Pero lo más loco fue ver cómo saltaban esos dos gordacos samoanos, como si pesaran 60 kilos y no dos contenedores de obra hasta arriba de escombro. Fatu volando desde lo alto de la jaula fue una mezcla entre suicidio deportivo y poesía violenta. Una brutalidad que desafió la ley de la gravedad… y del sentido común.
¿Lo mejor de todo esto? Que nada tiene sentido y todo es maravilloso. SummerSlam 2025 ha sido un espectáculo de luces, gritos y nostalgia bien envasada. Un cóctel de adrenalina, efectos especiales y giros de guion dignos de Netflix pero con más aceite corporal. Aquí no vienes a entender nada. Vienes a flipar, a gritarle a la tele y a tragarte la milésima vuelta de Lesnar como si fuera la primera. Y mientras sigan montando este circo con tanto desparpajo, nosotros vamos a estar ahí, palomitas en mano, aplaudiendo como idiotas cada vez que uno finge estar muerto y se levanta a los 20 segundos como si nada.
Y lo mejor de todo: ahora lo echan en Netflix. Por fin alguien con dos dedos de frente que ha metido la WWE donde tiene que estar, junto al resto de series que no te dejan dormir. Gracias, Netflix, por llevarnos las hostias y el drama directo al sofá, sin anuncios y con calidad de cine. Así da gusto, joder.