Snorkel: el deporte que practican los cuñaos en las calas

Ah, el snorkel. Ese noble arte de meterse en el agua con un tubo en la boca, una gafa empañada y la esperanza de ver algo más emocionante que una alga flotando o un pez con la misma emoción vital que un funcionario un lunes. ¿Deporte? ¿Actividad acuática? ¿Excusa para estar un rato sin escuchar gilipolleces? Un poco de todo, querido lector.

El snorkel es esa cosa que haces cuando no tienes pasta para un bautismo de buceo pero quieres posturear igual en Instagram. “Hoy, explorando el fondo marino”, pones. Y lo que has visto ha sido una medusa cabrona, dos latas de cerveza oxidada en el fondo y a un alemán en bañador que posiblemente esté meando sobre su tabla de paddle.

Te venden el snorkel como una experiencia casi mística. Te imaginas nadando entre tortugas, bancos de peces de colores y alguna sirena con escote de escamas. Pero lo que suele pasar es que te pones las putas aletas del Decathlon, caminas ridículamente de espaldas hasta el agua (porque nadie sabe andar con esas mierdas puestas), y al meterte te tragas medio litro de mar por el tubo, mientras tu culo asoma como boya de regata.

Y no olvidemos la fauna real: los niños gritones que se tiran en bomba a medio metro de ti, los que te pasan por encima aleteando como si estuvieran en las olimpiadas, y la clásica parejita que se mete con cámara acuática creyéndose Cousteau y acaban grabando todo movido.

El snorkel es, al final, el Tinder del mar. Promete mucho, pero lo que te encuentras es más bien decepcionante. Una piedra, un pez que huye de ti como si le debieras dinero, y alguna que otra bolsa del Mercadona haciendo las veces de medusa.

¿Pero sabes qué? Aún con todo, tiene su magia. Porque aunque no veas más que tu reflejo en el agua, durante un rato te olvidas del móvil, del curro, de la lista de la compra y del vecino que pone reguetón a las 8 de la mañana. Y por unos minutos, solo estás tú, el mar, y ese tubo de plástico que si tienes suerte, no se te llena de agua justo cuando respiras.

Así que sí, ríete del snorkel, pero pruébalo. Porque aunque parezcas un pato mareado, hay algo jodidamente bonito en flotar y dejar que el mundo, por una vez, se calle.