No falla. Primeras gotas de lluvia y la ciudad se convierte en un campo de batalla. No por los charcos, no por los coches salpicando a los peatones, no por los vendedores ambulantes intentando encasquetarte un paraguas de pésima calidad a precio de riñón. No. El verdadero problema son ellos: los inútiles que no saben andar con un paraguas en la mano.
Da igual que llueva poco o que caiga el diluvio universal, de repente, aparecen hordas de energúmenos que convierten las aceras en un slalom mortal. El caos está servido. La escena se repite en cada calle: ancianas con paraguas tamaño catedral, adolescentes con capuchas inútiles que se creen inmunes al agua, ejecutivos estresados que creen que su paraguas de promoción bancaria es un escudo del Olimpo. Y en medio de todo eso, tú, pobre ciudadano de a pie, intentando no perder un ojo.
Los hay de todo tipo, pero algunos ejemplares merecen mención especial. Está el espadachín medieval, que sostiene el paraguas como si estuviera a punto de batirse en duelo. Lo agita de un lado a otro, haciendo fintas involuntarias. Lo peor es que ni se inmuta cuando te mete un varillazo en la sien. Luego viene el emperador del espacio vital, ese genio que lleva un paraguas descomunal y cree que la acera le pertenece. Para colmo, si le rozas con tu miserable paraguas de 5 euros, te mira como si hubieras atentado contra su dignidad. Tampoco puede faltar el psicópata del agua, ese que lleva el paraguas a la altura justa para que deposite estratégicamente un río de agua sucia en tu cuello. A veces, con una inclinación bien calculada, es capaz de empaparte entero sin siquiera mirarte. También está el ninja de los reflejos tardíos, un kamikaze sin rumbo que nunca reacciona a tiempo. Cuando te cruzas con él, en lugar de mover su paraguas para evitar el choque, se queda en estado de shock y se limita a recibir el impacto con estoica resignación. Y por último, el terror de las entradas y salidas, ese que decide abrir o cerrar el paraguas en la puerta de cualquier sitio, soltando un tsunami que arrasa con todo. Entra a un bar y deja un charco digno de piscina olímpica. Sale de una tienda y abre su paraguas con la violencia de un airbag, golpeando a tres abuelas y un perro en el proceso.
Si la humanidad quiere sobrevivir a este desastre social, necesitamos una regulación inmediata. Clases obligatorias de manejo de paraguas, multas por invasión de espacio peatonal y, si es necesario, retirada de licencia para llevar paraguas a los reincidentes. Porque ya está bien de esquivar varillas asesinas, de perder ojos en esquinas mal calculadas y de acabar empapado por culpa de un inconsciente. Hasta que llegue ese día, solo queda una opción: salir a la calle con un paraguas más grande que el suyo y demostrarles que en esta selva urbana solo sobrevive el más fuerte.