Mister, ¿te puedo robar un minuto?

Hay un tipo de personaje que ya forma parte del ecosistema urbano, como las palomas, los patinetes eléctricos o los jubilados. Son los enrollados profesionales. Los soldados rasos del marketing callejero. Los que van de colega, de buen rollo, de energía positiva, de “qué pasa, tío”, pero con una misión: meterte una suscripción que no quieres ni borracho.

Tú vas por tu calle tranquilo, pensando en tus mierdas, cuando de pronto oyes el clásico: “Mister, una cosita.” Y tú ni eres mister ni eres una cosita, pero ahí estás, atrapado, como si el suelo fuese velcro y ellos llevasen zapatillas de imanarte la voluntad.

Se plantan delante con esa sonrisa que no sale del alma, sino del curso de formación de tres horas que les dieron ayer en un coworking de Lavapiés. “¿Te gusta ayudar?”, te sueltan. Y claro, ¿qué coño contestas a eso? ¿Que no? ¿Que disfrutas viendo arder el mundo? No puedes. Estás acorralado en moral.

Entonces viene el discurso preparado. Unas estadísticas inventadas, un niño sonriente en un folleto, un planeta que se derrite y el remate: “Con solo un euro al día puedes cambiar vidas, brother.” Brother. Brother. Que si fueras su brother de verdad no te estaba asaltando en mitad de la calle para clavarte una cuota mensual.

Tú lo sabes y él lo sabe: lo que está pasando ahí es un duelo mental. Tú intentando escapar con dignidad, él intentando que firmes antes de que se note que ni tú quieres donar ni él quiere estar ahí. Pero la empresa les obliga a ir de guays, a decir “mister”, “crack”, “titán”, como si fueran community managers del bien.

Y llega el momento final, el más violento de todos: el ataque directo al ego. “Tío, se nota que eres buena persona. Tú no eres de los que miran para otro lado.” Y tú por dentro pensando: Pues chico, hoy sí. Hoy voy a mirar para otro lado, pero para el lado contrario a ti y a tu tablet.

Sales huyendo con un “Lo siento, tengo prisa”, aunque vayas a casa a ver vídeos de perros en TikTok. Ellos sonríen, te dejan ir, y ya están listos para abordar al siguiente pobre desgraciado que pase.

Al final, no les odias. Solo odias el teatrillo. Ese rollo de falso colega que te da más “cringe” como dicen ellos, que cariño. Porque si quieres que te done, pregúntame sin fingir que somos colegas del gimnasio. No me llames mister. No me digas brother. No me sueltes la chapa como si estuviéramos de botellón.

Pero claro, eso no vende. Y en la calle, lo que importa es que abraces el buen rollo… aunque sea impostado y con intención de enchufarte una domiciliación que luego no sabrás ni cómo cancelar.