Hubo un tiempo en que los héroes del cine no tenían tiempo para llorar. Eran tipos duros, con bíceps que parecían esculpidos en piedra y una actitud que decía «me importas una mierda, pero te voy a salvar igual». Schwarzenegger, Stallone, Van Damme, incluso Bruce Willis en su época dorada… Estos tíos no se quedaban en terapia emocional tras cada explosión. Le pegaban un puñetazo al problema y, si hacía falta, a la pared también. Y todo esto, sin perder el ritmo ni la masculinidad exagerada que, aunque hoy parezca caricaturesca, nos mantenía pegados a la pantalla.
Hoy, los superhéroes son otra historia. Se pasan media película con crisis existenciales, traumas de la infancia y debatiendo si deberían usar su poder. ¿Dónde quedó el mítico «Volveré» sin lloriquear? Ahora nos venden historias donde el héroe duda, llora y necesita que le abracen después de cada pelea. Que sí, que el desarrollo de personajes está bien, pero ¿Cuántos monólogos internos de 10 minutos necesitamos antes de que alguien le estampe un coche a un villano? Antes, una buena patada en la cara resolvía cualquier dilema existencial.
Pongamos un ejemplo claro: John McClane en «Jungla de Cristal». El tipo se pasaba la película entera sangrando, descalzo y cubierto de mierda, pero con una sonrisa chulesca y un «yippee-ki-yay» listo para soltar. Hoy, veríamos a su equivalente moderno dándole vueltas a su divorcio, cuestionando su propósito en la vida y probablemente derramando una lagrimilla mientras explora sus emociones. A ver, que está bien darle profundidad a los personajes, pero cuando la acción es secundaria a la autoexploración emocional, algo se ha perdido por el camino.
Los héroes de antes eran máquinas de repartir justicia con una ceja arqueada y un chascarrillo afilado. No necesitaban un origen desgarrador para justificar su brutalidad. Robocop no se pasaba media película lamentando su existencia, simplemente salía a impartir orden con una Desert Eagle del tamaño de una batidora industrial. Terminator no necesitaba cuestionarse si estaba haciendo lo correcto; simplemente ejecutaba su misión con precisión quirúrgica. Ahora, en cambio, Batman llora por sus padres cada cinco minutos, Spiderman necesita terapia de grupo, y Superman se pasa media película cuestionando si la humanidad merece ser salvada. ¡Venga, hombre! Antes, Superman (que para mí era el más tibio de todos) te lanzaba un coche por la cabeza sin tantas dudas.
¿Nos hemos vuelto blandos? Quizá. O quizás sea que Hollywood ahora cree que un héroe tiene que ser más «humano», como si Schwarzenegger en «Depredador» no fuera un tío con el que todos queríamos tomarnos una cerveza. Es un hecho: los superhéroes de ahora necesitan menos lágrimas y más puñetazos. Menos sesiones de autoayuda y más frases lapidarias con explosiones de fondo. ¿Dónde quedó la grandeza de un «Hasta la vista, baby» seguido de un misilazo directo al villano de turno?
Y no es que todo el cine de acción moderno sea malo, claro. Hay excepciones que mantienen viva la llama. John Wick, por ejemplo, es un rayo de esperanza. No necesita mucho diálogo ni motivaciones enrevesadas. Le matan el perro y desata el puto infierno. Sin más. Acción, tiros y violencia estilizada. Sin monólogos innecesarios, sin flashbacks traumáticos cada cinco minutos. Solo venganza pura y dura. Así se hace.
Porque al final del día, cuando enciendes la tele para ver una peli de acción, no buscas una clase de psicología ni una charla sobre la fragilidad del alma humana. Quieres ver a un tío con cara de pocos amigos cargándose a los malos mientras dice algo épico. Y en eso, amigo, los héroes de antes ganaban por KO.