Son como una plaga. No uno ni dos, no. Una manada. En fila india, derrapando (solo en su cabeza, claro) en cada rotonda como si estuvieran rodando Fast & Furious: Versión pijo. Motos de 49cc, que suenan como si estuvieran abriendo el séptimo círculo del infierno con una radial.
Porque ningún día está completo sin que un adolescente hormonado pase cinco veces por tu calle en una moto que suena más que un avión de combate… pero corre menos que tu abuela con la cadera rota.
Estos especímenes del ruido a dos ruedas no buscan desplazarse. No. Ellos buscan ser escuchados. Porque si no haces explotar medio tubo de escape, ¿acaso has salido de casa? ¿Qué sentido tiene tener una moto si no puedes despertar a toda la manzana a las dos de la mañana con tus acelerones psicóticos?
La moto de 49cc es su caballo metálico, su rugido de guerra, su tarjeta de presentación. No importa que tenga la cilindrada de un cortacésped. Ellos la hacen sonar como si hubieran arrancado el motor de un cohete. Porque lo importante no es llegar rápido. Es hacer que todo el mundo se entere de que estás llegando.
Aparcan con una parsimonia que da ganas de empujarles la moto al seto. Primero hacen ese giro innecesario de muñeca para soltar otro rugido absurdo del escape, RAAA-RAAA-RAAAA, como si alguien estuviera esperando su gran entrada. Luego, buscan el ángulo perfecto para dejar la moto inclinadita, con la rueda recta, y el manillar girado estratégicamente “pa’ que se note que controlo”.
Bajan de la moto como si acabaran de llegar del Dakar. Con ese gesto sobreactuado de “cuidado, que vengo de hacer cosas peligrosas”, quitan el culo del asiento como si tuvieran agujetas de tanto follar cuando lo más que han montado ha sido medio Lego para niños de 8-11 años.
Llevan el casco colgando del codo, como si fuera un puto trofeo de guerra. No se lo quitan ni para mear. Es su identidad. Su estatus. El símbolo de que pertenecen a ese selecto club de niñatos sin matrícula y sin alma. Se creen malotes, rebeldes, peligrosos… cuando en realidad lo único que han roto en su vida ha sido un retrovisor al meterse entre coches.
Paran frente al chino de la esquina, y tras dejar el tubo de escape aún humeando, se beben una Monster con la misma actitud con la que Marlon Brando se fumaba un puro en El Padrino.
Y luego está el ritual del acelerón para marcharse. Porque sí, en su código de honor, si no das un buen acelerón antes de irte, no eres digno del clan. Da igual que sea medianoche y haya bebés durmiendo, abuelas muriendo o perros ladrando como si viniera el apocalipsis: brrrrrrRRRRAAAAAAAA!!!. Y se van, como llegaron, dejando solo humo, ruido, y la sensación de que el Darwinismo se ha ido a la mierda.
¿Gasolina? Ni saben cuánto cuesta el litro. Eso lo paga papi. Como todo lo demás: la moto, el seguro, las multas, etc. Pero ellos, eso sí, se sienten malotes, rebeldes, outsiders…
¡Que vuelva la Motofeber!. Esa maravilla de plástico rojo con ruedas gordas y sin motor, daba más respeto que todas esas mierdas de 49cc juntas. Porque la Motofeber era noble, silenciosa, y sobre todo… no pretendía ser más de lo que era: un puto correpasillos para críos con rodilleras y baba en la camiseta.
La Motofeber no necesitaba gasolina. Solo piernas, dignidad y ganas de comerse el mundo. No contaminaba, no despertaba al vecindario a las 2 de la mañana, ni dejaba marcas de derrape en la acera. Y lo más importante: jamás hubo un niño con Motofeber que se creyera Dios. Como mucho, Spiderman.