Hay gente que te habla. Y hay gente que te habla… a hostias. Me refiero a ese espécimen social que no puede contarte nada sin meterte un sopapo amistoso en el brazo, una colleja de cariño o una palmadita que se siente como un castigo del universo. Personas que convierten cada conversación en una especie de sparring emocional, como si estuvieran midiendo cuánto te quieren por el número de veces que te sacuden.
Y tú ahí, como un gilipollas, sonriendo, aguantando el chaparrón físico mientras te dicen: “¡Tío, no sabes lo que me pasó ayer!” ¡PLAS! Golpe seco al hombro. “¡Fue brutal!” ¡PUM! Otro manotazo, esta vez en el tríceps. ¿Pero qué es esto, un interrogatorio o una charla?
Lo mejor es que no lo hacen con mala intención. De hecho, están encantados de verte. Te quieren. Mucho. Tanto, que no pueden evitar expresarlo a base de palmadas que dejan marca. Es su idioma: no dicen “te aprecio”, dicen zasca con la mano abierta. Son como una mezcla rara entre un amigo fiel y un padre siciliano emocionado. Solo que tú acabas con un hematoma por cada anécdota.
Y lo peor: no puedes escapar. Si das un paso atrás, se acercan. Si les pones el bolso por delante, lo apartan como si fuera un cojín inútil. Y si les dices algo tipo “eh, tío, relaja la mano”, se ríen y te meten otro manotazo como quien dice “anda, no seas flojo”.
Pero ojo, que si tú haces lo mismo, si te da por devolverle la gracia y darle un toque en el brazo mientras hablas, ahí te miran raro: “Uy, qué violento estás hoy, ¿eh?” ¿Perdona? ¡Si llevo tres historias tuyas y dos traumas en el bíceps!
La solución es sencilla: distancia de seguridad y mente preparada. Como quien se mete en una guerra de paintball sabiendo que saldrá con moratones, pero con dignidad. Porque sí, esta gente te quiere… pero a veces, su amor duele.
Literalmente.