Si hay algo inevitable en la vida, aparte de la muerte y los impuestos, es tener que aguantar a un cuñado en alguna reunión familiar. Da igual si es Navidad, un cumpleaños o una barbacoa de domingo, ahí estará él, con su cerveza en la mano y su boca suelta, listo para soltar la turra más grande de la historia.
Porque el cuñado lo sabe todo. Economía, fútbol, coches, política, nutrición, bricolaje, inversión en criptomonedas, geopolítica, medicina, hostelería, mecánica cuántica… da igual de qué cojones estés hablando, que él tiene una opinión firme, definitiva y basada en los cojones morenos que arrastra.
Si el tema es la vivienda, se te planta con su análisis de barra de bar:
—Mira, los pisos no bajan porque los bancos no quieren, pero si te metes en un fondo de inversión con hipoteca inversa y un préstamo a tipo fijo…
¿Qué? Le preguntas si tiene un piso y te responde que sigue viviendo con su madre porque “no es momento de comprar”.
Si estáis viendo el fútbol, no te deja ni respirar:
—Mira, este entrenador es un puto inútil, si me dieran a mí el equipo en dos meses ganamos la Champions.
Claro que sí, campeón. Un tío que lo más cerca que ha estado de un campo de fútbol fue cuando se coló borracho en un partido de solteros contra casados en las fiestas del pueblo.
Pero lo más bonito del cuñado no es que hable de todo sin saber una mierda. Lo mejor es que discute hasta la muerte sin admitir jamás que está equivocado. Puedes traerle estudios, expertos, gráficos, declaraciones oficiales… se la suda. Porque él tiene su arma definitiva:
—Yo tengo un colega que sabe de esto.
Claro, claro. Su puto colega. Ese amigo misterioso que ha trabajado en todo y que casualmente siempre apoya sus teorías. “Mi colega tiene un taller y dice que los coches eléctricos son una mierda.” “Mi colega es policía y dice que los radares están trucados.” “Mi colega es médico y dice que la pandemia fue un invento.” TU COLEGA NO EXISTE, JODER.
El problema no es que el cuñado hable. El problema es que no calla. No tiene filtro, no tiene pausa, te atrapa en su puto torbellino de ignorancia y no te suelta hasta que ha soltado su charla entera. Cambias de tema y te sigue como un puto perro hambriento. Te persigue, se agarra a la conversación y, cuando ve que te estás rindiendo, sube el volumen y te lo repite más fuerte. Porque el cuñado no solo cree que tiene razón, cree que tú eres gilipollas por no estar de acuerdo con él.
Y luego están los cuñados premium, los que han convertido el cuñadismo en una puta ciencia. No solo opinan, también tienen la solución para todo.
—¿La crisis? Hay que echar a todos los políticos y bajar los impuestos.
—¿Los okupas? Vas con una palanca y los echas a hostias.
—¿El fútbol? Si fuera yo el entrenador, este equipo ganaba hasta la Eurocopa.
—¿El precio de la gasolina? Todo es culpa de las eléctricas, que se han comprado el gobierno.
—¿El cambio climático? No existe, es un invento de las élites para jodernos.
El cuñado no duda, no se cuestiona, no tiene un puto gramo de autocrítica. Si le llevas la contraria, te suelta un “tú no tienes ni puta idea” y fin de la conversación. Es como hablar con una pared, pero peor, porque la pared al menos no te mira con cara de superioridad.
Así que la próxima vez que te toque escuchar a uno de estos genios de la ignorancia, ni te esfuerces. Asiente, sonríe, deja que se ahogue en su propia diarrea verbal y acuérdate de por qué Dios inventó el alcohol en las reuniones familiares.