Los bichos que habitan los salones de apuestas

Los salones de apuestas no son simples locales donde uno tira cuatro euros a la basura esperando que el Getafe marque un puto gol. Son auténticas reservas naturales, hogares de una fauna que ríete tú de un safari por África. Sí, amigo, cuando entras en un salón de apuestas, no solo apuestas tu dinero: apuestas también tu salud mental. Porque, ¿quién cojones necesita Netflix cuando puedes observar en vivo al espécimen autóctono conocido como “el yonki de las combinadas”?

Primero está el Nostradamus de baratillo, ese tío que lo sabe absolutamente todo antes de que pase. Te suelta predicciones a cada paso: “Ese caballo cojea de la pata derecha, ni de coña gana hoy”, y por supuesto, nunca acierta. De hecho, su tasa de acierto es más baja que la tuya intentando ligar por Tinder a las tres de la mañana con una foto del verano de 2007. Pero el tío insiste, porque algún día la jodida combinación cósmica le hará ganar. O eso dice.

Luego tenemos al máster del combo, un auténtico kamikaze financiero que junta partidos de fútbol rumano con ligas de baloncesto vietnamita, waterpolo de segunda división australiana y carreras de galgos malayos. Juega con tal convicción que cualquiera diría que ha descubierto la fórmula secreta del éxito, cuando en realidad lo único que descubre es cómo perder pasta a la velocidad de la luz. Lo divertido es cuando solo falla una puta apuesta, y suele ser precisamente el Madrid jugando en casa contra el colista. Karma is a bitch.

Pero ojo, no olvidemos al auténtico depredador, el “voy con todo”. Este tío no conoce la palabra moderación. Está a un paso de hipotecar a la abuela y apostar hasta los calcetines del niño. Lo ves ahí, sudando como un cerdo en agosto mientras grita a una pantalla que pasa del pobre hombre como tú de tu exnovia. Suele acabar llorando, diciendo que la próxima semana se recupera fijo. Sí, claro. La próxima semana y los próximos veinte años, campeón.

Y para terminar, mención de honor al abuelo silencioso, que se pega diez horas diarias sentado frente a una tragaperras sin cambiar la expresión facial ni aunque le caiga un meteorito encima. Tiene el pulso más estable que un francotirador ruso y una mirada vacía que da más miedo que una inspección de Hacienda. Ese tío no juega: está poseído por el espíritu ancestral del azar. Jamás sonríe, jamás se lamenta. Simplemente pulsa, espera, pulsa, espera, como una especie de monje zen de las tragamonedas.

Si alguna vez tienes dudas existenciales sobre hacia dónde va tu vida, pásate una tarde por un salón de apuestas. Probablemente no resuelvas nada, pero por lo menos saldrás agradecido por no formar parte del circo permanente que ahí se monta.

Porque, colega, si crees que ya lo has visto todo, es que nunca has entrado en un puto salón de apuestas.