Si alguna vez has pisado una iglesia, seguro que te has encontrado con ellas. Las reinas del puto gallinero, las Mariah Carey del Ave María, las sopranos de ultratumba. No importa la parroquia, ni la ciudad, ni la época del año. Siempre hay un grupo de señoras que han decidido que su misión en la vida es destrozarte los oídos mientras intentas no dormitear en el banco.
No se limitan a cantar. Se creen el alma de la liturgia, las protagonistas del show, las estrellas del jodido musical celestial. En cuanto el cura les da la señal, abren la boca y empieza el desastre. Notas agudas que parecen invocar a demonios en vez de a Dios, descoordinación total entre unas y otras, y ese tono inconfundible de quien lleva 40 años creyendo que canta bien porque nadie ha tenido los santos huevos de decirle la verdad.
El repertorio es siempre el mismo. Cantos gregorianos destrozados, versiones infames de canciones religiosas y, en los peores casos, intentos de modernizar el asunto con guitarras mal tocadas. Y lo peor de todo es que lo disfrutan. Mientras el resto de la iglesia aguanta el tipo con estoicismo, ellas se entregan al espectáculo como si estuvieran en un puto karaoke de lujo.
Y ni se te ocurra criticar. Porque además de desafinar, son una secta peligrosa. Si te atreves a insinuar que quizás el canto no es su don, te fulminan con la mirada y te mandan rezar tres rosarios por blasfemo. Ellas son las guardianas de la fe y del jodido Do de pecho, y no piensan renunciar a su reinado.
Pero lo mejor es cuando se vienen arriba. No basta con cantar, hay que meter vibrato, hay que alargar las notas, hay que gritar si hace falta. En mitad de un “Señor, ten piedad”, una se suelta y pega un berrido que haría que hasta los santos pidieran un puto tapón para los oídos.
Así que ya sabes, la próxima vez que te toque misa y veas a ese grupo de señoras afilando las partituras, prepárate. Porque su voz no es la de los ángeles. Es la de la desesperación pura.