Hay una plaga que ni los insecticidas digitales pueden matar: las putas llamadas comerciales. Esas que entran justo cuando estás en la ducha, en el váter, echando la siesta o follando, nunca, jamás, cuando estás libre. Siempre en el momento exacto en que tu vida tiene sentido y alguien decide arruinarlo con un “Buenas tardes, le llamo de parte de su compañía telefónica”.
Y ahí estás tú, con la toalla al cuello, el móvil mojado, y la voz alegre de un desconocido que ha decidido que hoy es el día perfecto para ofrecerte “una mejora en tu tarifa”. Me cago en la tarifa, en la compañía y en la puta costumbre de llamarte a las 15:32, cuando el alma del español medio duerme su siesta sagrada.
Estas llamadas son como cucarachas con auriculares. Las bloqueas, cambias de compañía, te apuntas a la lista Robinson, y aún así te vuelven a llamar, pero desde otro número que parece el de un primo perdido de Albacete. “No se preocupe, no es una venta, es solo una encuesta.” Ya. Mis cojones.
La peor parte es el tono. Esa falsa alegría de teleoperador al borde del suicidio, recitando guiones como un robot mal calibrado: “¿Cómo se encuentra hoy?”. Pues mira, me encontraba de puta madre hasta que has llamado.
Y lo que más jode: no puedes colgarles de primeras porque te da pena. Porque sabes que el pobre currante no tiene la culpa, que está ganándose el pan repitiendo el mismo discurso veinte veces al día. Pero llega un punto en que la compasión se agota y solo te queda la rabia. “No, no quiero más gigas, no quiero más seguros, no quiero cambiar de compañía, quiero que me dejes en paz, hostia.”
Hay algo perverso en el sistema. Vivimos rodeados de tecnología, inteligencia artificial, algoritmos que te predicen los sueños… pero ninguna puta empresa ha conseguido entender que si alguien no contesta o dice no, no quiere que le vuelvas a llamar al día siguiente.
Y ojo con las que te llaman con grabadora. “Esta llamada puede ser grabada para mejorar la calidad del servicio.” ¿Podría confirmarme su nombre completo y su fecha de nacimiento?” Claro, y mi número de cuenta también, ya que estamos.
El colmo son las que suenan a robot. Una voz que ni respira bien, que tiene la entonación de Siri borracha y que te pregunta si estás contento con tu proveedor de gas. No sé tú, pero cuando la voz que me llama tiene delay humano, me dan ganas de acabar con el móvil.
Lo peor es que ya no puedes relajarte. Te vibra el teléfono y antes de mirar ya sabes que no es tu hermana, ni tu colega, ni el amor de tu vida. Es Vodafone, Endesa, Movistar, Naturgy, Orange, Jazztel, InfoJobs o alguna empresa con nombre inventado que suena a secta energética.
El día que inventen un botón que convierta esas llamadas en descargas eléctricas directas al auricular del comercial, ese día creeré en el progreso. Hasta entonces, solo me queda un recurso: descolgar, suspirar y decir con calma… “No, gracias. No estoy interesado.” Y aquí podemos acabar los dos bien colgando con la sensación de haber sobrevivido a una invasión o seguir con la pregunta diabólica: “¿Pero cómo va a decir que no le interesa si todavía no le he contado nada?”. Y ahí te entran ganas de llorar, reír o prenderle fuego al móvil. Es el chantaje emocional corporativo. Te hacen sentir como si estuvieras rechazando la cura del cáncer, cuando lo único que no quieres es otro puto seguro. “Déjame vivir, María de Jazztel, no necesito saber nada, quiero seguir en mi ignorancia feliz y sin gigas extra.”.
Porque sí, las putas llamadas comerciales son el equivalente moderno a las palomas: ruidosas, molestas y convencidas de que el mundo gira a su alrededor. Pero no, amigo teleoperador. El mundo gira sin ti. Y hoy, mi móvil también. En modo silencio.