La poca educación de la gente en bares y restaurantes: al otro lado de la mesa

Hay cosas que me ponen de mala hostia, y una de ellas es la gente maleducada en los bares y restaurantes. No sé en qué momento nos convertimos en una sociedad donde pagar por un café o un plato de comida te da derecho a tratar al personal como si fueran tus putos esclavos. Pero aquí estamos, viendo a gente que, por el simple hecho de sentarse en una mesa, se cree la realeza.

No hay nada peor que el cliente con complejo de marqués. Ese que llega, se sienta y, sin saludar, suelta un “¡Chico!”, acompañado de un chasquido de dedos o una palmada. Perdón, majestad, ¿le sirvo el café y le hago un masaje en los pies también? Porque el camarero, que ya lleva diez horas de pie y probablemente haya aguantado a veinte como tú, tiene que soportar tus modales de mierda sin rechistar.

Luego está el intolerante a la espera. El que se cree que la comida sale de una fábrica secreta en el sótano del local y que si su pedido tarda más de cinco minutos, empieza a mirar el reloj, bufar y poner caras de indignación. “Esto es inadmisible”, dice, como si estuviera esperando un trasplante de corazón y no un puto sándwich mixto.

Y no olvidemos al crítico gastronómico de pacotilla. El que se pasa la comida analizando cada detalle como si estuviera en MasterChef. Que si la carne está un poco pasada, que si la cerveza no está lo suficientemente fría, que si el pan no cruje con la sinfonía adecuada. Hermano, has pedido un menú del día de 12 pavos, relájate. No estás en un tres estrellas Michelin, y con esa actitud, tampoco eres Gordon Ramsay.

Pero el premio gordo se lo lleva el que se cree el puto dueño del bar. Ese que deja la mesa hecha un cristo, con servilletas, migas y restos de comida esparcidos como si hubiera pasado un huracán. Y que, cuando se lo haces notar, suelta el clásico: “Para eso están, ¿no?”. Claro, claro, y para aguantarte también. Porque encima hay que agradecerte que vengas a ensuciar con tu divina presencia.

A ver si nos enteramos: ser cliente no te hace superior. Pedir las cosas con educación, tratar bien a la gente y dejar una propina cuando el servicio ha sido bueno no cuesta nada. No digo que haya que besar los pies a los camareros, pero joder, ser una persona decente no debería ser opcional.

Así que, la próxima vez que vayas a un bar o restaurante, actúa con un poco de sentido común. Saluda, di “por favor” y “gracias”, y deja de comportarte como un capullo. Porque sí, pagas por tu comida, pero la educación sigue siendo gratis, y a más de uno le vendría bien un buen repaso.

Dedicado a Jorge, del Café Bar Libertad en Móstoles.

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