La humanidad ha creado muchas cosas lamentables: los pantalones pitillo, la pizza con piña y los gimnasios abiertos 24 horas para que los desubicados hagan bíceps a las 3 de la mañana. Pero si hay algo que define la decadencia moderna, eso es La Isla de las Tentaciones.
Un grupo de parejas con menos estabilidad emocional que un castillo de naipes en un huracán, encerrados en una isla donde el concepto de fidelidad dura menos que una cerveza fría en agosto. Lo mejor de todo es que van ahí voluntariamente, como si alguien les hubiera metido en la cabeza que someter su relación a una prueba de fuego con un ejército de tentadores hormonados fuera buena idea.
Cada temporada empieza igual: llegan las parejas, llorando y prometiendo amor eterno. Y luego, por otro lado, entran los solteros y solteras, que han sido seleccionados cuidadosamente con un único criterio: parecer sacados de un catálogo de una tienda de productos de nutrición. Porque claro, si la isla la llenas de señores con barriga cervecera y tías con chándal del Primark, la tentación sería más bien una siesta al sol. Y ahí empieza el festival del absurdo: el novio que jura que es fiel pero le sudan las manos cuando una tentadora le dice «me gusta tu energía»; la novia que asegura que nadie le va a hacer dudar, pero en cuanto le ponen delante un tío con abdominales rallados como una tabla de lavar, se le olvidan hasta los aniversarios; la presentadora, que aparece de la nada con el clásico «tenemos imágenes para ti» y destruye relaciones con la delicadeza de un meteorito impactando contra un coche mal aparcado.
Si La Isla de las Tentaciones fuera una película de terror, las hogueras serían la escena en la que el protagonista entra en el sótano a oscuras y todos sabemos que la va a liar. Aquí pasa lo mismo: los participantes se sientan, se muerden las uñas, y cuando les ponen el vídeo de su pareja pasándoselo mejor que en una despedida de soltero en Las Vegas, se desatan los llantos, las promesas de venganza y los «yo confiaba en él/ella». Que alguien les explique que si metes a tu pareja en una villa llena de solteros desesperados por la fama, lo más probable es que termine en desastre. Es como soltar a un diabético en una fábrica de Nutella y esperar que no meta la cuchara.
Cuando llega el último capítulo, algunos intentan recomponer los pedazos de su relación con discursos dignos de un político en campaña electoral. Otros, en cambio, se dan cuenta de que prefieren irse con el tentador/a con el que llevan restregándose desde el día uno. Y luego está el clásico personaje que se queda solo, prometiendo que ha aprendido la lección… hasta que le llaman para Supervivientes y se le pasa la tristeza.
Seamos sinceros, La Isla de las Tentaciones es un desastre emocional, un circo de la deslealtad y una masterclass de cómo NO tener una relación. Lo preocupante no es que este programa exista, sino que haya gente que lo consume como si fuera la vida real. Que haya quienes se crean que el amor es este circo de gritos, infidelidades y promesas huecas. Que se normalice la toxicidad y la manipulación emocional. La televisión basura ha pasado de ser una vergüenza a ser un espejo en el que demasiados se miran. Y mientras tanto, el negocio sigue girando, vendiéndonos morbo disfrazado de entretenimiento y sirviendo en bandeja una generación que confunde drama con pasión y respeto con aburrimiento.