Cuando una película se vende como un thriller de espionaje, lo mínimo que se espera es tensión, giros inesperados y un desarrollo de personajes que te haga dudar de todo el mundo. La Infiltrada, dirigida por Arantxa Echevarría, prometía eso. Lo que entrega, en cambio, es un relato plano, predecible y con el carisma de una patata hervida.
El gran problema de La Infiltrada es que carece de emoción. Es una historia sobre una mujer que se infiltra en un grupo terrorista y, sin embargo, todo se siente tibio, sin intensidad, sin el más mínimo atisbo de peligro real. La protagonista, interpretada por una actriz que hace lo que puede con el material que le dan, parece estar en piloto automático durante toda la película. No hay evolución, no hay dilemas morales interesantes, no hay esa sensación de estar constantemente al filo de la navaja que cualquier thriller de este tipo debería tener.
El villano, si es que se le puede llamar así, es una caricatura. Un líder etarra plano, sin matices, sin profundidad, simplemente un malo porque sí. Es como si hubieran copiado y pegado el villano estándar de cualquier serie de sobremesa y le hubieran puesto un acento más marcado. No hay trabajo en construir una figura interesante, en explorar su psicología o en hacer que el espectador dude de sus intenciones. Es un malo de manual, sin más.
La dirección tampoco ayuda. La película tiene un ritmo que parece no decidir si quiere ir rápido o lento, con escenas que deberían ser impactantes pero que se resuelven sin fuerza, como si todo estuviera pasando sin ninguna urgencia. Los diálogos, en lugar de transmitir tensión, parecen sacados de una reunión aburrida de oficina.
Pero lo peor de todo es que La Infiltrada es incapaz de reflejar la verdadera realidad del momento. En ningún momento consigue transmitir la brutal presión social que se vivía en el País Vasco en aquellos años. La omnipresencia del miedo, el control absoluto de ETA sobre la vida de la gente, la sensación de que había cosas que no se podían decir en público si no querías acabar con una diana en la espalda. La película se queda en lo superficial, como si ETA fuera solo un grupo de terroristas aislados y no una estructura con tentáculos en cada rincón de la sociedad vasca.
Y si la película falla en retratar el pasado, todavía es peor cuando intenta cerrar con una nota de “optimismo” en los créditos finales. Se nos dice que ETA ha desaparecido, que ya no existe. Ahí es donde la película no solo se vuelve floja, sino directamente manipuladora. Porque sí, ETA como grupo armado ha dejado de matar, pero su proyecto sigue vivo y coleando.
Bildu está en el Congreso. Bildu tiene poder institucional. Bildu son los mismos, con las mismas ideas, con los mismos objetivos, pero sin necesidad de apretar el gatillo. ¿Para qué van a secuestrar o extorsionar si ahora pueden gobernar ayuntamientos y negociar presupuestos? Ya no les hace falta la violencia porque han conseguido lo que querían.
Pero claro, esto no es cómodo de contar. No queda bien en una película que quiere ser aceptable para todos los públicos. Mejor centrarse en un thriller de cartón piedra y soltar una frase bonita al final para que el espectador salga con la sensación de que todo está bien. Pues no, no lo está. Y por eso, La Infiltrada no solo falla como thriller, sino también como testimonio de la historia.
En definitiva, La Infiltrada es una película que prometía mucho y se queda en nada. Un thriller sin emoción, unos personajes sin alma y una historia que nunca consigue despegar. Pero lo peor no es que sea aburrida, lo peor es que no se atreve a contar la verdad.
Nota:
Si La Infiltrada gana un Goya, entonces mi blog debería llevarse un premio Nobel de literatura. Porque, vamos a ver, si una película que ni siquiera puede ganar el premio a Mejor Película sin compartirlo es digna de un Goya, mi blog, que tiene más chispa, más mordiente y más contenido de calidad que muchos guiones insulsos, merecería al menos un Pulitzer. Si premiamos la mediocridad, que me den a mí un reconocimiento por escribir con gracia y sin adormecer al personal sin necesidad de mentir o maquillar la realidad.