La enfermera antipática y el arte de joderle el día al acompañante

Acompañar a un familiar a una prueba médica es un rol absurdo: no eres paciente, no eres médico, no decides nada… pero ahí estás, sentado, esperando y fingiendo que controlas algo. Vas porque te toca, porque alguien tiene que estar, punto. Un papel tan útil como un cenicero en una moto, pero con más ansiedad.

Y entonces aparece ella: la enfermera antipática. La villana oficial del hospital. La emperatriz del mal rollo. La persona capaz de convertir un simple trámite en una experiencia digna de terapia.

Nada más entrar, te lanza una mirada de arriba abajo con ese gesto de “¿Y este qué coño hace aquí?” que te hace replantearte tu vida, tus decisiones y tu linaje familiar. Tú sueltas un tímido “Buenos días”. Ella responde con un ruido gutural, mezcla de desprecio, desgana y amenaza silenciosa, que podría significar “hola”, “adiós” o “a ver si te mueres”.

Tú solo quieres saber si tu familiar entra ya, si tiene que esperar, si puedes quedarte o si te van a meter un bolígrafo en la tráquea por hacer demasiadas preguntas. Pero la señora te corta con un “Tú, espera ahí” tan seco que te deja clavao al suelo como una farola. Te sientes como una puta caja en mitad del pasillo.

La prueba ni ha empezado y tú ya estás siendo torturado psicológicamente por la Gestapo emocional. Tu familiar está tenso por lo suyo, y tú estás tenso porque la enfermera parece empeñada en que todo el mundo esté tenso. Debe de tener un bonus por hostilidad.

Cuando se lleva a tu familiar, no da explicaciones, no dice cuánto va a tardar, no comenta si todo va bien. Nada. Cero. Como si se lo llevara en peregrinación a Mordor.

Y allí te quedas tú, sentado, sin saber si mirar el móvil, si levantarte o si respirar fuerte puede activar algún protocolo de expulsión. Porque la señora desprende esa energía de “como me molestes medio decibelio, te reviento”.

Al rato vuelve con tu familiar. Le suelta órdenes cortas, frías, casi militares: “Vístete.” “Coge eso.” “Siéntate.” Tú estás al lado, mordiéndote la lengua, porque si la sueltas te sale un sermón digno de exorcismo.

Y lo peor es que, cuando todo termina, acabas dándole las gracias. Sí, sí: gracias. Gracias por nada. Gracias por la hostilidad gratuita. Gracias por la experiencia traumática. Gracias por tratarme como si fuera una bolsa de mierda.

Pero ojo con el truco final. El superpoder oculto. La metamorfosis. Porque basta con que aparezca el médico para que la señora se transforme en un anuncio de turrón. Es verlo entrar y pasa de ogro gruñón a hada madrina. Se endereza, sonríe (o enseña dientes, que ya es mucho), pone voz dulce y suelta un “doctor, todo listo ya” con una suavidad tan sospechosa que apesta a nominación a los Goya.

Tú estás ahí, con cara de “¿pero qué cojones…?”. Hace treinta segundos… y ahora la ves responder al médico, suave, profesional, casi encantadora, y no puedes evitar pensar que acaba de mudar de piel como un reptil cabrón que se camufla para no ser descubierto.

Y sales del hospital con la conclusión inevitable: la prueba de tu familiar era lo de menos. Lo realmente jodido era sobrevivir a la señora. A esa criatura entrenada en las artes oscuras del mal humor. A esa leyenda viva del pasillo frío. A ese Pokémon de tipo “hostilidad infinita”.

Porque sí, la sanidad tiene profesionales increíbles, tiene gente que se deja la piel… Pero también tiene a ella. Y si te la cruzas, que Dios te pille confesado.