La danza absurda de adelantar a otro viandante

Hay pocas situaciones más jodidamente incómodas que esa en la que te ves obligado a adelantar a alguien andando. No en coche. No en bici. Andando. A pata. Como si la acera fuera una pista de atletismo en la que, de pronto, tu ritmo vital exige ganar unos centímetros al pobre desgraciado que camina delante de ti. Y ahí empieza la coreografía más absurda que ha inventado la especie humana.

Porque no se trata solo de caminar más deprisa, no. Eso sería demasiado sencillo. Aquí hay tensión, hay estrategia, hay nerviosismo social. Empiezas con el amago. Aceleras un poquito, lo justo para acercarte. Te colocas a su estela como un ciclista chupando rueda. Y cuando ya estás peligrosamente cerca, llega el momento clave: el momento del emparejamiento. Ese segundo exacto en el que te sitúas justo a su lado, hombro con hombro, igualados en velocidad, como dos corceles en plena lucha por el liderazgo de la manada… solo que en lugar de caballos sois dos oficinistas camino del metro.

Y entonces pasa.
El tiempo se detiene.
La acera se convierte en una arena de duelo silencioso.

Porque tú no quieres mirar. Él tampoco. Pero ambos sabéis que algo está ocurriendo. Un pulso no verbal. Un combate de egos envuelto en silencio y pasos apresurados. Y ahí es donde empieza la verdadera guerra: ¿quién acelera? ¿Quién frena? ¿Quién cede? Porque hay una ley no escrita que impide que dos personas caminen exactamente al mismo ritmo pegadas una a la otra durante más de diez segundos sin que uno de los dos sienta el impulso natural de desaparecer.

La cabeza te empieza a pitar:
“¿Y si acelero y parezco un puto psicópata?”
“¿Y si freno y parece que me rindo?”
“¿Y si seguimos así hasta el final de nuestros días?”

Y en ese limbo de indecisión, muchas veces ocurre lo peor: el otro también acelera. Entonces ya no estáis caminando, estáis compitiendo. Una puta carrera encubierta en la que ninguno quiere admitir que está corriendo, pero ambos van al borde del infarto para mantener la compostura.

A veces, por suerte, el destino mete mano. Una papelera en medio, un grupo de turistas, una paloma suicida, lo que sea. Algo rompe el hechizo y os separa. O uno de los dos hace como que recibe un mensaje y reduce el paso. Finge interés por una farola. Simula haber olvidado algo. Cualquier cosa menos reconocer que ha sido derrotado en el duelo más ridículo del mundo moderno.

Así que la próxima vez que te encuentres en esa situación, recuerda: no estás solo. Todos hemos estado ahí. Todos hemos sentido ese sudor frío al emparejarnos con un desconocido en plena acera, dejando que el destino decida si hoy te toca ser el puto Alfa… o el que baja la cabeza y se queda atrás.