Kevin McCallister, el santo patrón de la Navidad

“Solo en Casa” no es una película navideña. Es la película navideña. No hay turrón, ni árbol, ni puta cena de Nochebuena que me dé más espíritu navideño que ver al pequeño Kevin McCallister repartiendo justicia doméstica a dos ladrones idiotas. Y lo mejor es que, por más veces que la vea, sigue teniendo ese encanto entre la locura, el caos y la venganza con purpurina.

Kevin es el sueño húmedo de cualquier niño de los 90: un mocoso con casa gigante, sin padres que le griten y con carta blanca para convertir el salón en una trampa mortal. Porque, seamos sinceros, todos quisimos ser él alguna vez. Todos quisimos mandar a la mierda a la familia y comernos una pizza entera viendo en la TV los que nos de la gana. Kevin no estaba solo, estaba libre.

Y qué decir de Harry y Marv, los ladrones más torpes del planeta. Cada vez que les cae una plancha en la cara o pisan un clavo, me río como si tuviera diez años otra vez. Esa violencia de dibujos animados, ese dolor exagerado que hoy estaría prohibidísimo, era pura poesía. “Solo en Casa” es la prueba de que antes los críos veíamos a gente electrocutarse y crecíamos normales (bueno, más o menos).

La banda sonora de John Williams suena y automáticamente huele a Navidad, a calefacción encendida y a sofá con manta. No hace falta que nieve fuera: basta con ver la escena del aftershave para sentir que ha llegado diciembre.

Y lo más curioso es que la peli envejece mejor que nosotros. La vuelves a ver de adulto y te das cuenta de que la familia de Kevin es una panda de inútiles, que los padres merecen perder la custodia y que el niño tiene más instinto de supervivencia que un marine. Pero da igual. Es Navidad, y en Navidad se perdonan hasta los olvidos criminales.

Así que sí: cada año vuelvo a verla, me río igual, y sigo queriendo tener una casa llena de trampas para gilipollas. Porque “Solo en Casa” no solo marcó una época: marcó la idea de que la Navidad también podía ser divertida, caótica y un poco cruel. Me flipa.