Hay una especie que se multiplica sin control y amenaza la paz del mundo moderno: los que hablan a voces. Esos cabrones que confunden comunicar con resucitar a los muertos. Estás tan tranquilo en el bar, saboreando tu café calentito, y de pronto te atraviesa el tímpano un “¡PACO, QUE TE DIGO QUE EL MÉDICO LE HA DICHO QUE ES DEL COLÓN!”. Y tú, sin quererlo, ya sabes más de Paco que de tu propia familia. De hecho, podrías hacerle el historial médico completo solo con lo que has oído.
No sé si nacen o se hacen, pero el gritón medio vive convencido de que el volumen le da la razón. Cuanto más fuerte hable, más verdad escupe. No dialogan, invaden. Conquistan el espacio sonoro como si estuvieran liberando Normandía. Y encima están felices, los hijos de puta. Gesticulan, se carcajean a lo bestia, te escupen saliva a dos metros y tú ahí, deseando que se vaya la luz y que el universo entre en modo silencio.
El problema es que son inmunes a la vergüenza. Les da igual estar en el metro, en el gimnasio o en la cola del súper: si tienen algo que decir, lo sueltan como si anunciaran un bombardeo. Y los que gritan por teléfono… madre mía. Los reyes del altavoz, los campeones del “¡es que no te oigo bien, Manolo!”. Claro que no lo oyes, imbécil, si estás chillando tanto que el micrófono está más colapsado que un Ewok en una rave.
A veces uno fantasea con un botón de mute humano. Lo pulsas y, zas, paz absoluta. Pero no, ahí siguen, los jodidos, con sus decibelios asesinos, arrasando la tranquilidad de todo lo que pisan. Hay algo casi poético en su capacidad para joder el ambiente: un grupo de gritones en una terraza puede hacer perder la fe en la humanidad hasta al Dalai Lama.
Y lo peor no es que lo hagan, es que se ofenden si se lo dices. Te sueltan un “es que hablo alto” como si fuera un diagnóstico médico. No, alma de cántaro, no hablas alto: eres una alarma de incendios con patas. Si existiera la Policía del Ruido, tú estarías en la lista de los más buscados, con foto y todo, y una recompensa por tu captura.
Yo propongo una nueva ley universal: por cada gritón, diez minutos de silencio obligatorio. Que prueben lo que se siente cuando el mundo no vibra como un puto altavoz del reguetón.
Así que si te reconoces en estas líneas, haznos un favor, criatura: bájale dos cojones al volumen. No eres un orador romano. No estás en un estadio.
Calla un poco, hostia. Por la salud mental de todos.