Hay un ecosistema en la televisión que me fascina y me aterra a partes iguales: la fauna que se presta a ir de público. Esa gente que madruga, se arregla, coge un autobús y se planta en un plató para aplaudir como si les fuera la vida en ello. ¿Pero quiénes son? ¿De dónde salen? ¿Qué los motiva a formar parte de ese teatrillo absurdo?
Porque, seamos sinceros, ir de público a la tele es básicamente ser un extra gratuito en un show donde tú no eres la estrella, ni el guionista, ni el presentador, ni nada. Solo eres un peón, una marioneta que se mueve al ritmo que dicta un animador de público. Un tío con un pinganillo que te señala cuándo reír, cuándo aplaudir y, si hace falta, cuándo hacer una falsa ovación digna de un Nobel.
Las tribunas de estos programas son un collage de humanidad que desafía cualquier teoría evolutiva. Ahí tienes a la señora que parece sacada de misa de doce, con su chaquetita de punto y su cara de ilusión porque ha salido en la tele. Luego está el chaval que ha ido con sus colegas, convencido de que puede ligar con una tronista de “Mujeres y Hombres y Viceversa”, pero que acabará gritando “¡guapo!” a un tertuliano de tercera división. Y, por supuesto, el señor que aplaude con tanto entusiasmo que parece que le han prometido un bocadillo de chóped y un zumo Don Simón por su entrega.
Porque sí, queridos amigos, la realidad es esta: muchos van por la merienda. Los más veteranos del mundillo saben qué programas dan mejor piscolabis. No es lo mismo ir a un debate político de madrugada (donde como mucho te dan un café de máquina) que a un concurso de tarde donde te cae un sándwich reseco y una botellita de agua. Un escándalo.
Luego están los veteranos, los gladiadores de las gradas televisivas. Esos que se han tragado más horas de plató que Jorge Javier Vázquez y que tienen técnica depurada en el arte de asentir, reír y soltar un “¡bravo!” en el momento adecuado. Algunos incluso se creen parte del elenco. Si prestas atención, verás que hay caras repetidas en distintos programas. Lo mismo aparecen en una tertulia de sucesos que en una de cocina. Lo llaman “público reciclado”, pero en realidad es gente que se ha profesionalizado en el noble arte de ser espectador de mentirijillas.
Y lo más triste es que todo esto es completamente voluntario. A nadie le ponen una pistola en la cabeza para ir a aguantar tres horas de grabación en un estudio sin aire acondicionado. Lo hacen por placer, por el bocata, por salir en la tele o por el puro morbo de ver en directo a los personajes que solo conocen por la pantalla.
Lo peor de todo no es que existan estas criaturas. Lo peor es que, si mañana nos dieran la oportunidad de ir, más de uno acabaría en esa grada de borregos, aplaudiendo como si le debiéramos la vida a un presentador con más maquillaje que criterio. Porque al final, nos guste o no, la televisión nos tiene comiendo de su mano. Y nosotros, como buenos espectadores, seguimos el juego con la dignidad de un pececillo que nada hacia el anzuelo con los ojos cerrados y una sonrisa idiota.
Y ahora, aplaudid, cabrones. Que el animador de público ya os está haciendo la señal.