Hay un fenómeno urbano que merece un estudio científico: las viejas que van con perros pequeños, generalmente un chihuahua, un bichón o un yorkshire que pesa menos que una barra de pan, y que cuando el bicho se pone a ladrar como si hubiera visto al mismísimo demonio, la señora le grita como si le estuviera echando la bronca a un cuñado borracho. “¡Toby, calla, coño! ¡Que te reviento, pesado!” Y el perro, lejos de amedrentarse, ladra aún más fuerte. Porque claro, si eres perro y tu dueña grita más que tú, el instinto te dice que tienes que ladrar más fuerte.
Lo curioso es que estas abuelas suelen tener dos velocidades: la de “¡cariño mío, mi bebé, mi príncipe!” cuando el perro está tranquilo… y la de “¡maldito cabrón, te arranco la cabeza!” cuando ladra a otro perro. Y lo hacen con la misma naturalidad con la que tú pides un café.
El problema no es el perro. El perro es un reflejo de la neurosis que lleva la señora dentro. Ese chucho con jersey de lana y ojos saltones no es más que la extensión peluda de la ansiedad de esa mujer.
He visto más tensión en un paseo de yorkshires que en una pelea de MMA. El perro tiembla, la vieja tiembla, el otro perro ladra, el dueño del otro perro pone cara de “lo siento”, y la vieja suelta la frase definitiva: “Es que no soporta a los perros grandes”.
Pero atención: muchas de estas broncas no van dirigidas realmente al perro. No. Es una actuación. Un numerito de teatro para el público del parque. Una pantomima. Porque lo que de verdad les importa no es educar al animal, sino quedar bien con el dueño del perro que no ladra. Se indignan a gritos para demostrar que ellas sí son dueñas responsables, que controlan, que educan, que saben. Lo hacen porque necesitan salvar la imagen, porque en el fondo no soportan quedar como la vieja que no controla a su bicho rabioso. Así que actúan.
Y lo más divertido es que mientras montan el espectáculo para quedar bien, su perro sigue ladrando como si se acercara el apocalipsis.
El día que estas viejas descubran que el problema no es el perro sino su necesidad de tener siempre la última palabra y de aparentar que dominan la situación, el mundo será un lugar más tranquilo. Pero hasta entonces, seguiremos viendo a esas valkirias del parque, con su bolso de rafia, su permanente y su mini bestia ladrando al mismísimo demonio, mientras tú intentas que tu perro orine en paz.