Hay una epidemia silenciosa que recorre oficinas, bares y redes sociales: el odio al empresario. Un odio cómodo, barato y, sobre todo, injusto. Porque sí, amiguitos, parece que en este país si ganas dinero o tienes una empresa, automáticamente eres un explotador, un evasor, un hijo de la gran banca. Y lo peor de todo: esa bilis muchas veces viene de quien nunca ha arriesgado más que un décimo de Lotería de Navidad.
¿Pero qué cojones os pensáis que es montar una empresa? ¿Una partida de Monopoly con champán y mariscadas? No, colega. Es hipotecarte hasta las cejas, comerte noches en vela, asumir que el mes que viene no sabes si podrás pagar nóminas o si Hacienda te va a crujir por haber respirado más fuerte de la cuenta. Es vivir al borde del abismo mientras los demás te miran por encima del hombro… hasta que necesitas un curro, claro. Entonces, mágicamente, el empresario se convierte en “ese que debería darme trabajo fijo, bien pagado y con horario de funcionario”.
Y ojo, que aquí no hablamos de multinacionales con tiburones trajeados, sino del panadero del barrio, del que monta un bar con la herencia de su abuela, del loco que decide emprender una mierda de negocio con cuatro duros y toneladas de ilusión. Gente que no hereda imperios, sino que se los inventa. Que si se la pega, no cobra paro. Que si le va bien, parece que tiene que pedir perdón por ganar dinero. ¿Estamos gilipollas o qué?
Criticar es gratis, pero montar una empresa es jugarse la piel. Es dar trabajo. Es pagar impuestos. Es sostener el puñetero sistema mientras muchos se sientan a ver cómo cae la fruta del árbol sin mover ni una rama. ¿Que hay empresarios que son unos capullos? Claro, igual que hay camareros bordes, médicos vagos y profesores que estarían mejor contando nubes que dando clase. Pero de ahí a demonizar a todo el que crea empleo hay un trecho tan largo como la cola del SEPE.
Así que menos odio al empresario y más respeto por quien tiene los huevos, o los ovarios, de montar algo en un país que muchas veces parece hecho para que fracases. Porque sin ellos, lo único que nos queda es esperar subvenciones y rezar para que no cierren el Mercadona.
Y te recuerdo, querido lector, que detrás de cada “jefe” hay una historia de sudor, incertidumbre y ganas de comerse el mundo. Si eso te jode… igual el problema no lo tiene él. Lo tienes tú.