El drama silencioso de buscar la zapatilla perdida con el pie

Hay guerras que no se ven. Batallas silenciosas que se libran en plena comida familiar, justo cuando nadie mira. Una de las más cruentas: perder la zapatilla de estar por casa (esa chancla blandita, esa croc raída) y tener que buscarla con el pie. A ciegas. Bajo una mesa. Mientras finges.

Todo empieza con un movimiento inocente. Te acomodas, estiras un poco las piernas, cruzas los pies por debajo, y de pronto… zas. La zapatilla se va. Desaparece como tragada por una dimensión paralela. No hace ruido, no da señales. Solo notas el fresquito del suelo en la planta del pie y un vacío existencial difícil de explicar.

Tu cara, imperturbable. Pero por dentro, entras en pánico. Porque sabes lo que viene: el rastreo. La operación a ciegas. El vaivén milimétrico del pie en modo sonar, rozando patas de mesa, esquivando pantorrillas ajenas, tanteando servilletas caídas y migas de pan que dan falso aviso.

La clave está en no levantar sospechas. Tu pierna se convierte en un tentáculo. Se desliza sigilosa, con ritmo de ladrona profesional. Empiezas con pequeños círculos. Nada. Avanzas un poco. Topas con algo blando. ¿Es tu zapatilla? No. Es el tobillo de tu sobrina. Retrocedes. Tropiezas con una silla. Golpeas la bolsa del pan. Lo disimulas con un trago de agua y una risa falsa. Pero la misión sigue.

A veces la localizas pronto. Sientes el borde de goma, el hueco familiar donde descansa tu talón. Pero está torcida. Girada del revés. Y ahora viene lo peor: intentar recolocártela sin manos, solo con habilidad podal. Empujas con el otro pie. Aciertas con la puntera. Pero se te escapa. Otra vez al limbo. Maldita sea.

Otras veces la zapatilla no aparece. Ni rastro. Y tú sigues ahí, dándolo todo con tu pierna como si fuera una caña de pescar emocional. Cada roce es una esperanza. Cada error, una humillación.

Y mientras tanto, el mundo sigue girando. La gente habla, ríe, se sirve más vino. Nadie sospecha que tú estás en plena expedición subterránea, luchando por volver a estar completo.

Hasta que, en un golpe de suerte, la encuentras. La acaricias con los dedos del pie como si fuera el Santo Grial. La calzas de nuevo con una mezcla de alivio y orgullo. Has vuelto. Has vencido. Y nadie se ha enterado.

Porque hay quien come. Y hay quien pelea bajo la mesa por su dignidad. Tú eres de los segundos. Y mereces el postre.