Tú creías que tener un bulldog francés era vivir con una bolita de amor con orejas. Un perrito pequeño, simpático, adorable… Error fatal, campeón. Lo que te has llevado a casa es el mismísimo demonio de Tazmania disfrazado de peluche con pedos.
Ese bicho no camina, ruge. No juega, destruye. Le tiras un juguete y te lo devuelve hecho confeti. Le das una manta y te la convierte en arqueología textil. Le dices “quieto” y se ríe en tu puta cara mientras da tres vueltas, te roba la zapatilla y sale corriendo con la lengua fuera y cara de poseído.
Tiene una energía que desafía las leyes de la física. Da igual que lo saques tres veces al día, que lo lleves al parque, que corra, que salte, que se revuelque: cuando llega a casa, el cabrón sigue con la pila cargada. Y mientras tú te desintegras en el sofá, él está ahí, mirándote con esos ojos saltones de psicópata adorable, esperando el siguiente caos que va a provocar.
Y lo peor no es eso. Lo peor es que, entre tanto desastre, te suelta una de esas miradas que derriten el alma. Se te sube encima, se acurruca, ronca como un tractor y tú, idiota, te derrites. Te olvidas de que hace cinco minutos te ha destrozado el mando de la tele y piensas: ay, qué cabrón, pero qué bonito es.
El bulldog francés no es un perro, es una experiencia religiosa. Una mezcla de ternura y terrorismo doméstico. Te roba calcetines, te deja el suelo lleno de restos de cosas que se come y te saca de quicio… pero también te alegra el puto día. Porque en el fondo, sí, es un demonio, pero es tu demonio. Y ya no sabrías vivir sin él.