Donde manda el bastón, se detiene el motor: Los viejitos que regulan el tráfico

Los viejos que regulan el tráfico en los pasos de cebra son una subespecie urbana digna de estudio. No llevan uniforme, ni placa, ni pito, pero ahí están, dando órdenes como si la calzada les perteneciera desde tiempos inmemoriales. No hay escapatoria. Si conduces en una ciudad, antes o después te vas a topar con uno de estos sheriffs de asfalto, esos jubilados con un sentido de la autoridad más férreo que el de un guardia civil de los 80.

El procedimiento es siempre el mismo. Tú te acercas a un paso de cebra, atento, respetando las normas, y de repente, aparece él. Un viejo en la acera, con la chaqueta medio colgando de un hombro, las manos en la espalda y la mirada afilada. Te estudia. Calcula tu velocidad, analiza la inclinación de tu cabeza, decide si eres un conductor decente o un peligro para la sociedad. Y en ese momento, él elige tu destino.

A veces, si el día es bueno y su desayuno ha sido abundante, te hace un gesto de benevolencia. Una ligera inclinación de cabeza, un levísimo movimiento de mano que indica que puedes seguir adelante. Es su manera de decirte: “Hoy te has librado, chaval.” Y tú, por instinto, aunque no le debas nada, agradeces su permiso con un leve asentimiento, como un súbdito que ha sido perdonado por su rey.

Pero otras veces el cabrón decide que toca demostrar quién manda en la puta calle. Ni semáforos, ni normas de tráfico, ni leches. Él es la ley. Mano arriba, expresión de piedra, un paso adelante con firmeza. No está cruzando todavía, pero ya te ha condenado a detenerte. Y cuidado con intentar desafiarle. No hace falta que hable, su mirada ya te ha gritado un “Ni se te ocurra, desgraciado” en mayúsculas.

Los hay que directamente convierten el paso de cebra en su trono. No cruzan, desfilan. Con la espalda recta, la vista al frente, avanzando a paso de funeral. No hay prisa. Saben que los coches están ahí, esperando, ansiosos por recuperar el ritmo del tráfico, pero les suda los cojones. Ellos van a su puta marcha. Alguno, para darle más emoción, se para a mitad de camino a recolocarse la bufanda o a ajustar su bastón, mientras los conductores al borde del colapso nervioso se muerden el volante.

Y luego están los estrategas del tráfico, los que no solo cruzan, sino que además se creen los directores de circulación del barrio. Si ven que viene gente detrás, te indican que pares con la mano, aunque tú ya hubieras decidido hacerlo. Se giran, controlan la situación, y cuando creen que todo el mundo ha pasado, te dan permiso para continuar, como si te estuvieran cediendo el derecho de avanzar en su puta autopista privada.

Pero lo peor es cuando se convierten en jueces y verdugos del código de circulación. Si frenas tarde, te fulminan con la mirada y sueltan un “¡Hay que parar antes, hombre!” que atraviesa cristales y corazones. Si te atreves a tocar el acelerador medio segundo antes de que su pie pise la acera, te llevas un “¡Qué prisas tienes, gilipollas!” acompañado de un gesto de desaprobación que te deja el ego por los suelos. No hay escapatoria. Ellos han vivido más que tú y eso les da derecho a juzgarte.

¿Por qué lo hacen? Nadie lo sabe con certeza. Tal vez sea una forma de recuperar un poco del control que el tiempo les ha ido quitando. Tal vez solo se aburren. O tal vez simplemente les gusta joder. Sea cual sea la razón, lo cierto es que los viejos que regulan los pasos de cebra son un elemento más del ecosistema urbano. No puedes luchar contra ellos. Solo puedes aceptar su dominio, bajar la cabeza y seguir sus órdenes. Porque al final del día, tú solo conduces un coche, pero ellos conducen el puto mundo.

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