Hubo un tiempo en el que la música te reventaba el alma. Una canción te podía cambiar la vida, meterse en tu cabeza y quedarse a vivir ahí. Antes, un disco era un puto ritual. Lo comprabas, lo abrías con cuidado, lo escuchabas entero, leías las letras, te aprendías cada jodida nota. Ahora no duran ni un puto día. Bienvenidos a la era de la música fast food, donde todo tiene que ser inmediato, digerible en 10 segundos y perfectamente reciclable para un trend de TikTok. Aquí no hay emoción, no hay profundidad, no hay nada que te haga sentir algo más allá del subidón momentáneo de un drop pegajoso y unos versos prefabricados para ser usados como audio en una historia de Instagram. Puro ruido, cero alma.
Antes las canciones pegaban. Hoy, desaparecen en 24 horas. Antes, la música se sentía. Te agarraba del puto pecho y no te soltaba. Led Zeppelin, Queen, Nirvana, The Rolling Stones… bandas que construyeron himnos que se siguen escuchando 30, 40, 50 años después. Hoy, dime una canción del año pasado que todavía te haga sentir algo. Te espero. Lo que antes era un arte, ahora es una cadena de producción. Fabrican éxitos como si fueran hamburguesas de McDonald’s. Un beat genérico, una letra fácil de recordar, un estribillo repetitivo y una duración de dos minutos como máximo, no vaya a ser que el oyente tenga que prestar atención demasiado tiempo y le dé una embolia. Antes, los discos se componían con intención. Había mensajes, narrativas, discos conceptuales. Ahora, la música está hecha para sonar bien en el puto altavoz de un móvil en el baño de un bar de mala muerte. Y que dure lo justo para encajar en un TikTok.
El crimen de la duración es otra muestra de cómo hemos llegado al fondo del puto barril. ¿Te acuerdas cuando las canciones duraban cinco o seis minutos? Cuando un solo de guitarra te llevaba a otro puto universo. Ahora ni siquiera nos dan tiempo para un puto puente. Porque ya no se hacen canciones, se hacen clips virales. El estribillo tiene que llegar antes del segundo 30, porque si no, la gente cambia de canción. Si no tiene una parte pegajosa que sirva para un trend, mejor ni la saques. Y si no puedes bailarla en TikTok, es que no existe. El público ha cambiado, y la industria se ha adaptado a lo peor de nosotros. Nos han convertido en yonkis del contenido rápido, de la música fácil de consumir y fácil de olvidar. Ya nadie se sienta a escuchar un disco entero. ¿Para qué? Si en TikTok ya te han spoileado el único trozo que importa.
Estamos condenados a la música de plástico. Las discográficas ya no buscan artistas con algo que decir, buscan fábricas de tendencias, gente que pueda sacar un hit de 10 segundos y luego pasar al siguiente sin hacer demasiado ruido. La música ya no es el fin, es el puto medio para vender imagen, ropa, lifestyle. Pero no todo está perdido. Todavía quedan artistas reales, gente que se niega a ser parte de la maquinaria del fast food sonoro. Si buscas bien, si tienes paciencia, todavía puedes encontrar discos que te hagan sentir algo de verdad. Pero tienes que querer escuchar. Porque mientras sigamos conformándonos con la mierda prefabricada que nos dan, seguirán dándonos más de lo mismo. Y dentro de diez años, ni siquiera recordaremos qué coño estuvimos escuchando hoy.