No falla. Entras a un restaurante y, antes de que puedas respirar o sacudirte las migas del hambre, aparece el camarero o el anfitrión de turno, te clava la mirada y te suelta: “¿Cuántos son?”
¿Perdón? ¿Cuántos somos? ¿Qué pinta tengo yo de venir con seis enanos escondidos en los bolsillos?
Y ojo, no es que la pregunta sea mala per se. Es que la forma automática y robótica de soltarla, sin mirar siquiera, como si fueras parte de una cadena de montaje humana, te hace sentir como un paquete de Amazon recién escaneado.
Pero es que incluso cuando vas con alguien, la pregunta sigue cayendo como un martillazo de rutina:
Dos personas, una conversación fluida, misma dirección, ritmo coordinado, risas compartidas. Claramente un pack indivisible.
— ¿Cuántos sois?
— Pues tres, si cuentas tu puta falta de atención.
¿Qué esperan, que uno sea figurante y se vaya en cuanto te sienten? ¿O que digas “dos” y aparezca de repente una familia de quince gitanos saliendo del baño?
Y espérate que lo mejor viene cuando entras con un niño. Si el niño va en carrito. Ahí ya los explota la cabeza. Empiezan a mirar el carro como si tuvieran que hacerle un test:
— ¿Pero este come? ¿Ocupa sitio? ¿Lo contamos?
Es la típica pregunta que nadie cuestiona porque se ha dicho siempre, pero que si la piensas un segundo, tiene el mismo sentido que preguntarle a alguien en la gasolinera si viene a echar gasolina.
Así que desde aquí, un humilde consejo a los camareros del mundo: no hace falta preguntar “¿Cuántos son?” como si fueras un guardia de frontera. Mira, observa, usa las habilidades sociales mínimas que aprendiste en la vida. Y si tienes dudas, pregunta con estilo:
— ¿Mesa para dos? ¿Solo tú? ¿Esperas a alguien?
Pero, por favor, deja de soltar el “¿Cuántos son?” como un disco rayado. Lo que de verdad necesitamos no es una auditoría numérica cada vez que pisamos un local, sino una pequeña dosis de confianza en la humanidad. Que sí, que habrá gente que mienta, que diga que viene solo y luego llegan catorce primos salidos de un autobús escolar, pero ¿y qué? ¿No estamos todos aquí para lo mismo? Comer, beber, quejarnos de la vida y huir de la cocina.