Hay un momento en la vida en que se te cae el velo de “la familia es lo primero” y te das cuenta de que no, de que la familia también puede ser una jaula de grillos con apellido y árbol genealógico. Que hay tíos, primos o incluso padres que son directamente una fuga de energía con patas. Y que por mucho ADN compartido, no todo vale.
Prescindir de alguien de tu familia no es un acto de odio, es de supervivencia. Llega el día en que te cansas de andar con pies de plomo, de las puyas disfrazadas de consejos, del chantaje emocional en la sobremesa, del “yo solo te lo digo por tu bien”. Y entonces explota. Pero no con ruido, sino con claridad. Porque una cosa es tener sangre en común y otra compartir la vida con un agujero negro emocional.
La culpa te persigue, claro. Porque la familia es esa institución sagrada donde si pones límites eres el raro, el egoísta o “el que se ha vuelto muy sensible”. Pero a veces lo más sano que puedes hacer es poner tierra de por medio, aunque duela. Aunque los demás no lo entiendan. Aunque te llamen exagerado. Porque seguir tragando veneno solo por mantener el apellido en paz es una gilipollez de campeonato.
Al principio cuesta: te sientes un traidor, un poco cabrón incluso. Pero luego viene la calma. La paz silenciosa de no tener que justificarte, de no vivir con el estómago en un puño cada vez que suena el teléfono. La tranquilidad de poder respirar sin la sombra del “qué dirán”. Y entonces entiendes que cortar con alguien tóxico, incluso si lleva tu apellido, no te convierte en un monstruo: te convierte en alguien que se respeta.
La familia, al final, no es la que te toca. Es la que eliges mantener. Y si para tener paz tienes que borrar algún número del WhatsApp o dejar de asistir a comidas donde te miran como si fueras el loco del pueblo, adelante. Nadie te da un premio por aguantar mierda.
A veces amar también significa decir: “Hasta aquí.” Y cerrar la puerta sin remordimientos, que ya habrá tiempo de brindar con quien de verdad te quiera bien.