Hay días que parecen diseñados por Satanás con traje de oficinista. Empiezas con un café y una sonrisa de mentira, pensando que hoy sí, hoy vas a poner orden en todo ese caos de papeles y correos pendientes. Pero a los diez minutos ya estás hasta los huevos. El escritorio parece Chernóbil después del desastre: montañas de documentos, post-its suicidas y carpetas con nombres tan sospechosos que ni tú recuerdas qué coño guardaste ahí.
Abres el ordenador y te cae encima una avalancha digital digna de película de catástrofes. Correos, avisos, facturas, excels que se abren solos como si fueran entidades demoníacas… Y tú, ahí, con la cara de quien lleva tres horas mirando la pantalla sin parpadear, preguntándote en qué momento de tu vida se torció todo para acabar discutiendo con un PDF.
La silla te ha devorado el alma, el ratón se ha fusionado con tu mano y el reloj parece haberse olvidado de avanzar. Te duele el cuello, la cabeza, y hasta el orgullo. Y mientras tanto, ese montón de papeles sigue mirándote desde la esquina del escritorio, riéndose de ti, como diciendo: “venga, campeón, ordéname si tienes huevos”.
El problema es que ya no sabes ni quién eres. Has perdido la noción del tiempo, de tu propósito, de tu dignidad. Eres una extensión más del escritorio: un objeto cansado, lleno de migas, café frío y frustración.
Y entonces pasa: el clic. Ese instante en el que mandas todo a la mierda, cierras el ordenador y piensas: que le den al Excel, a los informes y a esta oficina infernal. Sales de ahí como si hubieras escapado de una secta. Respiras aire fresco, miras el cielo y sientes algo parecido a la libertad.
Pero claro, al día siguiente vuelves. Y ahí está el escritorio, esperándote, con cara de “sabía que volverías, cabrón”.