Ya escribí sobre esto. Ya hablé de la gran incógnita de la humanidad, del fenómeno paranormal más cotidiano de la historia: la desaparición inexplicable de calcetines en la lavadora. Pero hoy no voy a centrarme en los que desaparecen, que suelen ser siempre los mejores, sino en los que quedan. En los supervivientes. En esos pobres desgraciados que salen de la colada sin su otra mitad, condenados a una existencia de soledad, abandono y, en el mejor de los casos, una vida de segundas oportunidades que rara vez terminan bien.
El calcetín que sobrevive no es el más fuerte ni el más listo, solo es el que tuvo la desgracia de quedarse solo. No sabe cómo pasó. Entró en la lavadora con su compañero, su otro yo, su media naranja tejida con la misma lana de fábrica, inseparables, idénticos. Pero al salir… vacío, frío, huérfano.
Ahí empieza su nueva vida, la vida del solitario. Primero, el desconcierto. La negación. “Debe estar en algún lado”, piensa, mientras el humano dueño de la casa empieza a revolver la lavadora, a buscar entre sábanas y toallas, a mirar dentro del tambor con el mismo nivel de desesperación con el que se buscan las llaves cuando ya vas tarde. Pero no. No está. Nunca está. Y entonces llega la realidad: ahora es un calcetín soltero.
Lo meten en un rincón, lo dejan sobre una cómoda, lo lanzan con desgana a un cajón en el que esperará, soñando con que un día la lavadora escupa a su gemelo perdido como un milagro de los electrodomésticos. Pero los días pasan, las semanas, y la triste verdad se instala en su fibra: está solo para siempre.
Aquí es donde empiezan las segundas oportunidades. Los más afortunados encuentran un nuevo propósito: trapo de polvo, muñeco improvisado, juguete para el perro que lo destripa en cuestión de minutos. Otros, los menos suertudos, acaban en el infierno de los calcetines: el fondo de la cesta de ropa, esperando una reunión imposible que nunca llega.
Porque seamos realistas, nadie tira un calcetín solitario. Lo guardamos “por si acaso”. Un “por si acaso” que dura años. Se convierte en un residente permanente del cajón de los olvidados, ese rincón oscuro donde conviven pilas gastadas, bolígrafos que no escriben y botones de chaquetas que jamás volverás a ver.
Algunos humanos intentan reintegrarlo, emparejándolo con otro solitario de distinta especie, una relación forzada donde uno es más grueso, el otro más corto, colores distintos, texturas que no encajan. No es amor, es necesidad. Y lo peor es que el mundo lo juzga. Si te ven por la calle con calcetines diferentes, ya no es un problema de moda, es que has perdido el control de tu vida.
Así que si tienes un calcetín huérfano en casa, míralo con respeto. Es un superviviente. Un guerrero de la colada. O mejor aún, tíralo ya y deja de engañarte, porque su compañero no va a volver.
Nota:
Este artículo viene inspirado por mi hermana, con la que comparto un sentido del humor tan absurdo que haría que el cómico más salvaje se sintiera incómodo. Entre chistes malos, teorías delirantes y debates sin sentido, de alguna forma siempre llegamos a grandes conclusiones (o al menos a carcajadas aseguradas). Así que, si este texto te parece una ida de olla, ya sabes a quién culpar: a la genética.