Los Cayetanos no nacen, los cagan en clínicas privadas con médicos de apellidos impronunciables y servicio de habitaciones. Salen con el flequillo perfecto, el nombre de un marquesado y una habilidad innata para mirar por encima del hombro.
Los reconoces al instante. Son esos gilipollas que pasean por el barrio de Salamanca con el puto chaleco acolchado, la camisa perfectamente planchada y los náuticos que jamás han tocado un charco en su puta vida. Se les nota en la forma de caminar, con ese aire de superioridad que dan ganas de arrearles una hostia solo por existir. Huelen a colonia cara, a exclusividad y a la asquerosa certeza de que el mundo está a sus pies.
Los Cayetanos tienen el cerebro programado para tres cosas: ser clasistas de manual, gastar dinero que no han ganado y opinar sobre la economía como si fueran gurús financieros en vez de parásitos con Rolex. Se indignan con el salario mínimo, pero jamás han cobrado un sueldo. Lloran porque los impuestos son un robo, pero toda su fortuna viene de herencias, favores y trapicheos legales que llaman «gestión empresarial». Dicen que cualquiera puede comprarse un piso si «se esfuerza», mientras ellos tienen dos apartamentos en el centro regalados por la abuela, la madre y un tío.
No trabajan, «emprenden». Que viene a ser lo mismo, pero sin necesidad de facturar porque al final siempre hay un préstamo familiar, una sociedad limitada de papá o un colega que les mete en una startup de mierda que jamás despegará, pero que les sirve para decir en las cenas que son «autónomos». En su mundo, las cosas se consiguen por contactos, por apellido y porque «si eres bueno, siempre hay oportunidades». Y claro, son buenísimos, sobre todo para quejarse de lo dura que es la vida desde la terraza del Ramsés con un gin-tonic de 20 pavos en la mano hablando de política como si fueran putos expertos.
Los Cayetanos no pisan el metro, y si lo hacen, van en modo supervivencia. Agarran el móvil con fuerza, miran alrededor como si estuvieran en un safari por la sabana africana y aguantan la respiración cada vez que alguien con pinta de no heredar tierras se sienta a su lado. Porque en el fondo, además de clasistas, son unos putos cagones. En su burbuja de lujo, el mundo real da miedo. Un sitio donde la gente trabaja, suda, se levanta a las seis de la mañana y no tiene a papi para solucionar problemas. Y eso es algo que no procesan, porque en su universo de terciopelo, si tienes problemas económicos, es porque eres un vago de mierda y no has sabido administrarte.
Los Cayetanos viven en un estado de indignación permanente. Son los putos campeones del cabreo sin motivo, los reyes del drama. Nada les parece bien, nada les cuadra, todo es una ofensa personal contra su sagrada existencia pija. Les molesta que la gente proteste, pero cuando ellos se enfadan porque han tenido que hacer cola en el club de pádel, eso sí es un problema de Estado. Se pasan el día diciendo que España se hunde, que esto parece Venezuela, que la gente no quiere trabajar, que los impuestos son un robo, que qué vergüenza este país. Si la indignación fuera un deporte, estos cabrones tendrían más mundiales que Brasil. Aunque si hablamos de deporte, los Cayetanos tienen una relación más que selectiva. Si es golf, pádel o esquí, ahí están, dándolo todo pero si les hablas de cualquier deporte que implique sudar de verdad, te miran como si les hubieras propuesto cavar zanjas en agosto.
Cuando un Cayetano pisa un barrio obrero, lo hace por error o por una misión filantrópica que consiste en «conocer otras realidades». Y lo notas porque sufre una transformación inmediata: anda más rápido, mira el móvil con ansiedad y tiene la expresión facial de quien teme que le roben hasta el puto ADN. Si el coche se detiene en un semáforo en Vallecas, se bloquean como si estuvieran en una escena de «The Walking Dead». Porque en su cabeza, si un barrio no tiene tiendas de Loewe ni un bar con copas a 20 euros, es el puto Bronx.
Los Cayetanos no saben pelear, pero eso no les impide sacar pecho como si fueran gladiadores en la Roma antigua. Su concepto de una pelea es gritar «¡esto es inadmisible!» con el dedito levantado mientras esperan que venga seguridad a salvarles el culo. No han tirado un puñetazo en su puta vida, pero si la cosa se calienta, recurren a su mejor arma: llamar a su padre abogado. En una bronca, sueltan frases como “¡Tú no sabes con quién estás hablando!” o “Esto te va a costar muy caro”, creyendo que decir eso les convierte en Tony Montana en lugar de en un gilipollas con pánico a despeinarse. Y si por algún milagro de la vida acaban en una pelea de verdad, se les descompone la cara, se les aflojan los náuticos y empiezan a retroceder con la dignidad de un perro asustado.
Y aquí viene lo peor. No desaparecen. Se multiplican. Se casan entre ellos y tienen hijos con nombres ridículos a los que siguen transmitiendo el clasismo como si fuera un puto linaje real. Nos los vamos a seguir tragando, con sus discursos de mierda, con su falsa indignación, con su insistencia en explicar cómo funciona la economía cuando jamás han tenido que pagar una factura. Nos van a seguir mirando con desprecio desde sus áticos, convencidos de que son la élite, cuando en realidad no son más que parásitos con náuticos.
Pero algún día, su burbuja explotará. Y cuando pase, yo quiero estar en primera fila con palomitas.