Las vacaciones no empiezan cuando llegas al chiringuito. No. Las vacaciones empiezan con una mezcla explosiva de estrés, caos y sudor frío mientras maldices a tu yo del pasado por no haberlo dejado todo listo antes. Lo más duro es que tú sabías que iba a pasar, te prometiste hacerlo todo con tiempo, con organización, como un adulto funcional… y lo volviste a dejar todo para el último puto día. Como siempre.
Primero está la maleta, esa gran enemiga. ¿Por qué coño parece fácil cuando lo ves en TikTok? Rollo “cómo meter 52 outfits en una mochila de mano”, y tú no eres capaz de meter 4 bañadores y 8 camisetas en un puta bolsa de 80 litros. Te prometes ir ligero de equipaje pero terminas echando medio armario “por si acaso”, tres cargadores (y te olvidas el bueno), el libro que no vas a leer y ese gel aftersun que lleva contigo desde 2014. Si viajas con tus hijos, eso es otra película. ¿En qué momento crecieron tanto y sus cosas ocupan más que las tuyas?¿Por qué llevan ropa como para un cuartel pero se olvidan siempre los putos cepillos de dientes?
En medio de ese apocalipsis logístico, aparece tu galgo, elegante, nervioso y con cara de “¿se acaba el mundo, verdad?”. No para de dar vueltas y te sigue a todos los sitios como si fueras su madre. Está flipando. Le cambias el collar por el “de viaje”, le sacas la cartilla del veterinario y le plantas en la cabeza unas gafas de sol que no quiere, pero tú sí, para hacer la gracia y una puta foto que sabes imposible.
Luego viene el momento frigorífico, ese ritual de despedida donde miras las sobras como si fueran tus hijos: “¿y si el queso se siente solo? ¿Y si los yogures caducan con dolor?”. Por mucho que revises antes de salir, algo se te va a olvidar igual y cuando vuelvas a casa tu nevera lucirá un simpático moho que parecerá sacado de Chernobyl.
El momento máximo de estrés llega cuando estás en la puerta, mochila al hombro, gafas puestas, y te preguntas: “¿He cerrado el gas? ¿Y las ventanas? ¿He apagado el horno?”. No sabes ni si tienes horno, pero juras que lo dejaste encendido.
El coche es otro show. Lo llenas hasta el techo haciendo Tetris: maletas, bolsas, sombrilla, el pienso del perro sin cereales porque es muy delicado para las comidas, el bebedero, el comedero, sus mantas, su cojín y sí, su puta camita de 90 pavos. Él lo vale, claro que sí, pero tú vas sentado con la mochila entre las piernas todo el puto viaje. Prioridades.
Durante el viaje hay un momento clave: la parada en la gasolinera. El galgo baja del coche con la dignidad de un conde inglés, olisquea el aire caliente y te mira con desprecio: “¿Aquí es donde pensáis pasar las próximas dos semanas? Esto huele a pis de perro que flipas”. Tú, mientras tanto, sigues sudando, convencido de que te has olvidado algo. ¿Las llaves? ¿El cargador? Da igual. Ya no hay vuelta atrás.
Pero cuando llegas, aparcas, abres la puerta, hueles el mar (o el monte, o lo que sea) y tu chica está contenta, tus hijos como locos, el galgo salta feliz, corre como un poseso por la playa o por el campo… ahí sí, ahí te olvidas de todo. De las maletas, del sudor, del caos. Porque por un momento sois libres, salvajes, tú y el galgo y toda tu tribu, como si la vida fuera fácil. Y en ese momento te da igual quemarte los hombros y quemar billetes en el chiringuito. Te da igual pagar una semana de alquiler como si hubieras comprado una casa en Malibú. Porque estás de vacaciones. Porque lo necesitabas.
Así que si estás leyendo esto en modo “mañana me voy y aún no he hecho nada”, tranquilo. Estás en mi equipo. En el fondo, ese puto caos por el que vas a pasar también es parte del plan.
Felices vacaciones, gilipollas. Seguro que te las has ganado a pulso.