No esperaba gran cosa. Una serie sobre un veterinario en crisis, con gallegos, vacas y tiendas de mascotas. Sonaba a siesta. Pero Animal me ha hecho comerme mis prejuicios con cuchillo y tenedor. Qué gustazo cuando una serie española te sorprende, coño.
Luis Zahera interpreta a un veterinario rural que se queda sin curro, sin rumbo y casi sin orgullo. Y de pronto, la vida, esa cabrona imprevisible, lo planta en una tienda pija de mascotas en la ciudad. De las vacas a los yorkshire con abrigo. Del estiércol al champú vegano para hámsters. El choque cultural es glorioso.
La serie no va de animales. Va de personas que no saben adaptarse, pero lo intentan igual. Zahera está inmenso: tiene esa cara de “ya he visto demasiado” y ese corazón de tipo noble que no sabe disimularlo. Y el guion le deja espacio para ser humano, no un cliché. Se nota que aquí no han querido hacer un sketch alargado, sino una historia con verdad.
La ambientación gallega es una joya: huele a humedad, a pan recién hecho y a sarcasmo del bueno. Todo respira realidad. Los secundarios están vivos, las conversaciones suenan de verdad y los silencios pesan más que los chistes.
Lo mejor de Animal es que no finge ser más de lo que es. No te sermonea, no busca el aplauso woke, ni el drama lacrimógeno. Es una serie sencilla, con corazón y un humor que entra sin empalagar. Una de esas ficciones que te reconcilian con la tele española y te hacen pensar: “coño, ¿por qué no hacen más así?”.
Y sí, tiene moraleja, pero de las buenas: la de que cambiar de vida no te hace menos tú. Que no hay vergüenza en empezar de cero. Que a veces el lugar donde crees que no encajas es justo donde te encuentras.
Animal es como ese perro callejero que parece cualquiera, pero te mira con unos ojos que te desarman. Una serie pequeña, honesta y, sobre todo, viva.