El Grand Prix: cuando la nostalgia se cae por la cinta transportadora

Hay cosas que no deberían tocarse. El Cola Cao. Los anuncios de Freixenet. Y el puto Grand Prix. Pero no, ahí están los señores de la tele, emperrados en hacerle un lifting moderno a un programa que funcionaba mejor con la vaquilla de carne y hueso embistiendo como Dios manda. Porque sí, está Ramón García, está la música, está el decorado con más colores que una tienda de Belros… pero no es lo mismo.

Antes había hostias. Hostias con cariño, claro, pero hostias. Te caías desde lo alto de la cucaña, te embestía una vaca de 300 kilos, te resbalabas con jabón industrial dejándote la boca en el suelo y el público gritaba como si fuera la final del Mundial. Ahora no. Ahora todo el mundo lleva protecciones. Pero no te hablo solo de los concursantes, no, ¡llevan protecciones hasta los cámaras! Un casco, rodilleras, chaleco reflectante, y casi que les falta una madre al lado gritando “¡ten cuidado al grabar, que está mojado!”.

¿Pero qué cojones es esto?¿Grand Prix o un curso de prevención de riesgos laborales para rodajes?¿Dónde está el espíritu de jugársela por el equipo, de pegarse un buen trompazo pero con el orgullo intacto? Aquí nadie se cae sin supervisión, sin arnés, sin red de seguridad… ¡ni sin psicólogo infantil! Falta que venga el Comité de Bienestar y reparta mantitas y Cola Cao caliente tras cada prueba.

Y mientras tanto, la vaquilla, la verdadera estrella del programa, relegada a una caricatura animada o a un becario de cuarenta años disfrazado que no asusta ni a un cono de tráfico. Señores, sin vaquilla no hay Grand Prix. Lo que hay es teatro infantil con espuma. La vaquilla no era solo tradición, era emoción, era tensión, era la única razón por la que muchos veíamos el programa. ¿Cómo coño vas a sustituir eso por un muñeco de la Puerta del Sol? ¿Estamos gilipollas o qué?

España sigue siendo de pueblos, y en toda España sigue habiendo vaquillas, incluso donde están en contra. Es una hipocresía. ¿Por qué las seguimos teniendo en los pueblos y no podemos verlas en la televisión pública?

Y ahora vamos con los presentadores. El bueno de Ramón ahí sigue, con su eterna chaqueta y cara de tío que se lo está tomando más en serio que alguno en el Congreso de los Diputados. Pero claro, como ahora hay que meter «colaboradores jóvenes para conectar con el público moderno», pues han enchufado a Lalachus. Que colaborar lo que se dice colaborar… poco. Básicamente está ahí para decir dos frases y reírse como si todo fuese el colmo de la comedia.

¿Y qué me decís de la otra presentadora? La típica presentadora con cara de ángel y cerebro de patata hervida, que lo mismo te presenta el tiempo que un programa sobre la Segunda Guerra Mundial sin saber si Hitler fue alemán o un mueble de Ikea. Ahí está hablando todo el puto rato. Porque claro, esto es tele pública y lo que importa no es tener gracia, sino no molestar.

Y luego está Wilbur, ese intento de cómico que en realidad es un gimnasta disfrazado de payaso desubicado, metido en el Grand Prix como si alguien hubiera decidido mezclar Humor Amarillo con Circo del Sol… pero mal. Wilbur es la guinda absurda que nadie pidió.

Y así estamos: entre el que se cae embutido en más protecciones que un artificiero, la que comenta con la chispa de una tostadora mojada y la que sonríe como un GIF en bucle porque alguien le dijo que quedaba bien en cámara, el Grand Prix se ha convertido en un TikTok eterno con música hortera y cero alma.

Porque esto, señores, no es el Grand Prix. Es una parodia blanda con envoltorio de nostalgia y contenido para tontacos, mientras nosotros, los de verdad, seguimos echando de menos a la puta vaquilla.