Hulk Hogan ha muerto (y con él, un trozo de nuestra infancia)

Hoy se ha muerto Hulk Hogan. Sí, el jodido Hulk Hogan. El tipo del bigote de herradura, la bandana amarilla, los bíceps como jamones de Jabugo y la camiseta rota antes de empezar el combate. El mito. La leyenda. El puto amo de los 80 y 90. Y tú, que no te despegabas de la tele ni aunque sonara el microondas con la leche y el Cola Cao, ahora estás tragando saliva como si te hubieran arreado un sillazo en toda la cara.

Se ha ido el hombre que logró que un deporte falso (a pesar de sus 25 operaciones por lesiones de cadera, rodillas, hombros, espalda y abdominales) se sintiera más real que muchas relaciones de pareja. Hogan no era solo un luchador, era EL LUCHADOR. La rabia bien dirigida, la testosterona en VHS, la fantasía de justicia a codazos en el pecho.

Hulk Hogan repartió más hostias que el cura del pueblo en Semana Santa, y lo hizo en combates que marcaron época: el mítico contra André el Gigante en WrestleMania III, donde levantó al armario ropero humano como si fuera una silla de camping; la guerra sin cuartel contra The Ultimate Warrior, donde se jugaban más que el cinturón, se jugaban el ego a hostia limpia; y ese circo glorioso en WrestleMania X8, donde el puto jefe se cruzó con The Rock, el mesías musculado de los 2000. 

Hoy el cielo huele a linimento y a sudor de gimnasio. Allá donde esté, seguro que ha encontrado un ring flotante con cuerdas doradas y ángeles gritándole. Y seguro que se ha arrancado la túnica celestial y ha hecho su entrada al ritmo de “Real American”.

Se ha muerto Hulk Hogan. Y con él, se nos ha muerto un trozo de infancia, de cuando éramos idiotas pero felices, de cuando la vida era fácil y todo se arreglaba con una entrada triunfal y un puñetazo bien dado.

Descansa en paz, gigante. Y gracias por hacernos sentir invencibles aunque solo fuera durante 30 minutos de combate.