Vamos a decirlo sin rodeos ni anestesia: las playas para perros no solo deberían existir, deberían reproducirse como churros en feria de pueblo. Porque si algo ha quedado claro en este país es que los únicos que se comportan en la playa son los que tienen cuatro patas, no fuman porros y no ponen a Omar Montes a todo volumen.
Sí, tú. El que lleva media hora liando un porrazo que huele a rueda quemada. Tú, que ignoras a tu hijo mientras berrea como si le estuvieran arrancando una muela sin anestesia. Tú, el que clava la sombrilla, planta el culo en la arena, abre la neverita azul y se empapa de cerveza como si mañana la prohibieran. Y tú, que tiras la bolsa de patatas al suelo como si la playa fuera un contenedor amarillo con vistas al mar. Vosotros sois el problema. No los perros.
¿Y qué me decís de los niños? Esos gremlins playeros desatados, descalzos, lanzando arena como si fuera confeti en una boda gitana, metiéndose en toallas ajenas con la soltura de quien se cree heredero del terreno. Y nadie dice nada, porque “son niños”. Pues no, señora. Su hijo me ha pisado el móvil, ha rebozado mi libro como una croqueta y ha intentado robarme la pelota de las palas. Su niño es un salvaje. Y usted, una encubridora.
Y los jubilados… ah, los reyes del ajedrez playero. Colonizadores del amanecer. Plantan su imperio de sombrillas a las siete de la mañana, disputándose dos metros de sombra como si fueran las últimas tierras fértiles del planeta. A gritos, con sillas voladoras, con miradas que te hielan la sangre. Putin no aguantaría ni una mañana con ellos.
Los socorristas también tienen lo suyo. Postureo en lo alto de la torreta, gafas de sol, mirada intensa y actitud de figurante de “Los Vigilantes de la Playa”. Salvo que si alguien se ahoga entre flotadores y colchonetas, buena suerte. Pero eso sí, cuando pasan por el chiringuito, se transforman: pecho fuera, paso firme y cara de “aquí me tenéis” sin haber salvado ni una medusa.
Y hablemos del chiringuito, ese santuario de fritanga, humanidad sudada y orina envejecida. Porque sí, todos lo sabemos: los baños del chiringuito huelen peor que el metro en hora punta un día de agosto. La mezcla de pis fermentado, aftersun de dudosa procedencia y calor crea un cóctel que haría vomitar a un químico.
Frente a todo este circo humano, ahí están ellos: los perros. Felices. Tranquilos. Jugando en la arena sin molestar a nadie. Sus dueños recogen lo que hay que recoger, no gritan, no taladran tímpanos con reguetón, no dejan basura y no se pelean con nadie. El perro corre, juega, se revuelca y, sin decir una palabra, da una lección de civismo que tú, humano de mierda, no aprenderás ni en tres vidas.
Así que sí: benditas sean las playas para perros. Porque en este país donde julio y agosto es una mezcla de un macro-botellón, una guerra de sombrillas y una guardería descontrolada, lo único verdaderamente civilizado en la playa son los que no tienen voz, pero sí educación.