No reconocer los errores: el arte de comerse la mierda con cubiertos de plata

Hay gente que la caga y lo asume. Y luego están los otros, los campeones del “yo no fui”, del “eso estaba así” y del “tú también fallas, ¿eh?”. Estos últimos son una plaga. Un virus emocional. Profesionales del escaqueo que prefieren despeñarse antes que decir: “me equivoqué”.

¿Y sabes qué pasa cuando no reconoces tus errores? Que no aprendes una mierda. Te quedas estancado en tu propia arrogancia, repitiendo los mismos fallos, como si tuvieras un máster en tropezar con la misma piedra y echarle la culpa a la acera. Es patético. Y encima, cansa. Porque sostener una mentira o una pose cuesta energía. Y mientras estás ocupado defendiendo tu ego, la vida sigue dándote hostias sin aprender ni una lección.

Además, no reconocer los errores te vuelve imbécil. Así, con todas las letras. Porque la humildad no es agachar la cabeza y llorar en un rincón. Es saber cuándo has patinado, levantar la mano y decir: “la he liado, pero voy a arreglarlo”. Eso es de valientes. De gente que avanza. De adultos funcionales. El resto son niñatos con corbata o con complejo de genio incomprendido.

¿Quieres crecer? Pues empieza por mirarte al espejo sin maquillaje mental. Acepta que fallas, que a veces haces el ridículo, que tomas decisiones de mierda. Y luego mejora. Pero no te pases la vida disfrazando tus cagadas de “malas decisiones”, porque no cuela. Ni tú te lo crees.

Y recuerda: el que nunca se equivoca es porque no hace nada. O peor, hace todo mal pero vive en Narnia. Tú elige. O aprendes a pedir perdón, o acabarás solo, amargado y convencido de que el mundo está contra ti… cuando en realidad, el problema siempre fuiste tú.