Ah, delegar. Ese verbo mágico que todo el mundo repite como si fuera la receta secreta de la felicidad empresarial. Que si “tienes que soltar”, que si “no puedes hacerlo todo tú”, que si “confía en tu equipo”. Y tú ahí, con ojeras nivel mapache, el portátil echando humo, una mano contestando mensajes y la otra diseñando un pedido urgente. Pero claro, tú eres el loco, el que no sabe delegar.
Mira, yo entiendo el concepto. De verdad. No soy idiota. Sé que, en teoría, delegar es bueno. Que te libera tiempo, que empodera a los demás, que bla, bla, bla. Lo que pasa es que en la vida real no siempre es tan fácil. No puedes ir repartiendo responsabilidades como si fueran caramelos en una cabalgata. Porque a veces, lo que delegas vuelve hecho una mierda. O peor, no vuelve. Y tú, mientras tanto, rezando para que no explote nada más.
Y luego están los que te lo sueltan como si fueras un yonki del control: “Es que tú quieres hacerlo todo y no puede ser”. No, chato. Es que si no lo hago yo, no se hace. O se hace mal. O se hace tarde. ¿Delegar? Claro. Dame primero a alguien que entienda el nivel de exigencia, el ritmo y el sentido del humor (muy negro, por cierto) que manejamos por aquí. Porque si no, lo único que voy a delegar es mi salud mental… al psiquiatra.
También hay un puntito de orgullo, lo reconozco. Uno se curra un proyecto desde cero, con sudor y ganas, y cuesta soltar. Pero no porque seas un tirano, sino porque sabes todo lo que hay en juego. Porque has estado en cada puto detalle. Porque cada error se paga. Y a veces, soltar el volante cuando el coche va a 200 por hora no parece la mejor estrategia.
Así que no me vengas con discursos sobre “liderazgo consciente” y “gestión emocional del tiempo”. A veces no delego porque no puedo. Porque no hay quién. Porque no hay tiempo. Porque no hay margen. Y porque me gusta que las cosas salgan bien.
¿Que algún día aprenderé a delegar? Puede ser. Pero hoy no. Hoy tengo que atender a mis clientes, pasar presupuestos, diseñar, mandar mails, subir un post, y sonreír como si todo estuviera bajo control.
Y aun así, sale. Porque aunque me digas que no puedo hacerlo todo, lo estoy haciendo. A mi manera. Con caos, pero con cojones.
No sé tú, pero a mí me criaron para hacerlo todo. Para ser el primero en llegar y el último en irse. Para no molestar pidiendo ayuda, para no quejarme, para demostrar que puedo con lo que me echen y más. Que si no haces tú las cosas, no se hacen. Que si quieres algo bien hecho, hazlo tú mismo. Que espabiles. Que no seas flojo. Que no dependas de nadie. Que el curro no se delega, se hace y punto.
Nos han educado a base de “tienes que valer por ti mismo”, no de “aprende a confiar en los demás”. Nos enseñaron a sobrevivir, no a delegar. A tirar pa’lante sin rechistar. A comernos el marrón y encima dar las gracias. Y cuando, por fin, montas algo propio, lo haces con esa mentalidad: que si no te dejas la piel, no vale. Que si no haces malabares con veinte cosas a la vez, no estás currando de verdad. Que pedir ayuda es rendirse. Que confiar es arriesgarse a que te fallen.
Y claro que no es lo ideal. Claro que estaría guay poder delegar con tranquilidad. Pero es que no nos programaron así. Tenemos metido en el ADN que ser autónomo es ser autosuficiente. Así que sí, igual algún día delego. Pero antes hay que desaprender 30 años de mentalidad de guerra. Y eso no se hace con un post de Instagram ni con una frase de Mr. Wonderful. Mientras tanto, seguiré cargando con todo. Porque no sé hacerlo de otra forma. Porque así me enseñaron. Porque, aunque reviente, me sale solo.
Y porque si no lo hago yo… ¿quién coño lo va a hacer?