Lo mío, lo mío y después lo mío

Hay una especie en extinción que deberíamos dejar morir en paz: la gente generosa. En su lugar, ha proliferado un espécimen mucho más resistente, el Homo Egoisticus, también conocido como lo-mío-maniaco. Se les reconoce fácilmente porque su conversación siempre gira en torno a una misma y sagrada trinidad: lo mío, lo mío y después lo mío.

Son los que en el trabajo exigen reconocimiento, pero desaparecen cuando hay que arrimar el hombro. Los que en las cenas en grupo pagan exacto hasta el último céntimo de lo que consumieron, pero nunca ponen para la propina. Los que en cualquier conflicto creen que siempre son los más perjudicados, aunque el universo entero conspire a su favor.

El lo-mío-maniaco no comparte, no cede, no empatiza. Su vida es una lucha constante por asegurarse de que nunca recibe un gramo menos de lo que “le toca”, aunque para ello tenga que llevarse el doble de lo que le corresponde. ¿Que alguien más lo necesita? Problema suyo. ¿Que el reparto es injusto? Bueno, mientras él salga ganando, la justicia es un concepto secundario.

Pero lo más fascinante de esta fauna egoísta es su capacidad para disfrazar su avaricia de virtud. “No es que sea egoísta, es que tengo que mirar por mí”, dicen con tono solemne, como si hubieran descubierto el sentido de la vida. Y ahí los tienes, con su bandera de la justicia personal, reclamando lo suyo incluso cuando nadie se lo está quitando.

Así que ojo. Si te cruzas con un lo-mío-maniaco, pon a salvo tu tiempo, tu paciencia y, sobre todo, tu cartera. Porque si les das la mano, no solo te arrancan el brazo, sino que además te exigen una indemnización por habérselo dado tarde.