Nada grita más “soy un imbécil egoísta” que esa gente que deja la toalla en una máquina del gimnasio como si estuviera reservando una hamaca en la playa de Benidorm. Entras con ganas de entrenar, te acercas a la prensa, y ahí está: una toalla sudada y un bidón de agua, pero ni rastro del dueño. Es como un ritual absurdo, un código no escrito que solo los caraduras creen que tiene validez universal.
Y lo mejor de todo es que estos parásitos no están haciendo series ni descansando unos segundos entre repeticiones. No. Están en la otra punta del gimnasio, charlando, mirando el móvil o haciendo tres ejercicios a la vez porque creen que son atletas olímpicos. Mientras tanto, su trapo mugriento sigue ahí, marcando territorio como un perro meando en una esquina.
Ahora bien, si preguntas educadamente ”¿Estás usando esta máquina?”, el espécimen reservador de máquinas con toalla te responderá con la puta frase de manual:
“Sí, sí, estoy en ello, hago series combinadas.”
¿Series combinadas? ¿En serio, tío? No eres Batman entrenando para vencer al Joker, solo un pedazo de cabrón que no sabe compartir. Si necesitas tres máquinas a la vez, hazte un gimnasio en tu casa o vete a un centro de entrenamientos personales.
Y lo más curioso es que si te atreves a quitar la toalla y empezar a entrenar, de repente aparece el dueño, ofendidísimo, como si hubieras cometido un crimen de guerra. Se acercan con esa mirada de “qué cojones haces tocando mi altar sagrado”, esperando que les devuelvas su trono sudoroso sin rechistar.
Pues mira, no. La única norma real del gimnasio es simple: si no estás usando la máquina en este momento, pierdes el derecho sobre ella. Punto. Las toallas no son contratos de propiedad.
Así que la próxima vez que veas una toalla abandonada más de cinco minutos, haz lo que hay que hacer: apártala, usa la máquina y que le den. Si el dueño tiene huevos para venir a quejarse, que aprenda una valiosa lección: el gimnasio no es el salón de su casa.