Decir siempre la verdad: el arte de joderse la vida con honestidad

Vivimos en un mundo donde la mentira es casi un lubricante social. Todo el mundo miente. Unos por educación, otros por conveniencia y muchos simplemente porque la verdad, cuando es cruda y sin filtros, suele traer más problemas que soluciones. Pero ¿qué pasa cuando decides ser un adicto a la verdad? Cuando te conviertes en esa persona que no puede callarse nada, que no edulcora, que no juega con las palabras para hacerlas más digeribles? Pues pasa que te metes en líos día sí y día también.

Decir la verdad siempre suena bonito en teoría, pero en la práctica es una puta pesadilla. Si alguien te pregunta qué tal está su nuevo corte de pelo y no te gusta, no puedes decir “bueno, está bien” como haría cualquier ser humano funcional. No, tienes que soltar un “pareces un muñeco de Playmobil.” Porque si no, te sientes sucio, te sientes un farsante, sientes que estás contribuyendo a un mundo de falsedades.

Lo peor de todo es que la gente dice que quiere la verdad, pero en realidad no la soporta.

—Dime la verdad, ¿me queda bien esta camisa?
—Parece sacada del armario de tu abuelo.
—¡Joder, qué borde eres!

¿En qué quedamos? Si pides la verdad, no puedes enfadarte cuando te la dan. Pero la realidad es que el mundo no quiere sinceridad, quiere confirmaciones a medida.

Decir siempre la verdad en el trabajo es otro suicidio social. Si tu jefe te pregunta qué te parece su nueva idea de negocio y le sueltas un «es una gilipollez enorme y nos va a hacer perder dinero,» lo más probable es que te encuentres en LinkedIn buscando curro al día siguiente. Pero claro, ahí está la lucha interna entre ser un vendido y quedar bien o ser un honesto y quedarte sin trabajo.

En las relaciones personales pasa lo mismo.

—¿Me quieres?
—No lo sé, últimamente siento que estamos más por costumbre que por amor.
—¿PERDONA?

Y ya la has cagado. Porque aunque sea la puta verdad, no es la respuesta que la otra persona esperaba. Y en el fondo, nadie espera que le respondan con brutal honestidad, sino con el nivel exacto de mentira que hace que la vida sea más soportable.

Pero a pesar de todo, la verdad tiene algo que la mentira nunca tendrá: tranquilidad. Porque cuando dices la verdad, aunque duela, sabes que no tienes que recordar lo que dijiste antes, no tienes que construir una historia falsa, no tienes que sostener una farsa. Y al final, los que de verdad valen la pena son los que soportan la verdad y siguen a tu lado.

Ser honesto siempre es una elección de vida difícil. Te va a costar amistades, te va a meter en problemas, te va a hacer parecer un cabrón más veces de las que quisieras. Pero también te va a ahorrar tiempo, rodearte de gente que no se ofende por cualquier mierda y, sobre todo, te va a permitir dormir con la conciencia tranquila.

Decir siempre la verdad no es fácil, pero si prefieres vivir sin mierda en la cabeza, sin juegos de palabras y sin dobleces, es la única manera. Aunque eso signifique que más de uno quiera partirte la cara de vez en cuando.