Entrar en Oysho: el momento en que un hombre deja de existir

No hay experiencia más incómoda para un hombre que tener que entrar en un Oysho. No porque haya nada malo en la tienda, ni mucho menos, sino porque en cuanto cruzas el umbral, sientes como si acabaras de profanar un templo sagrado de lo femenino. De repente, ya no eres un cliente. Eres un puto infiltrado, un sospechoso, un elemento fuera de lugar que ha roto el equilibrio de ese ecosistema de bralettes y tangas invisibles.

Lo primero que pasa, y pasa siempre, es que te das cuenta de que eres el único tío en toda la tienda. Ni uno más. El silencio no cambia, pero las miradas, sí. Miradas de reojo. Clientas que frenan su paso en seco, como si se hubieran cruzado con un jabalí en el pasillo de lencería. Dependientas que te escanean con la precisión de un radar policial que lleva toda la mañana aburrido y de pronto detecta actividad sospechosa. No es hostilidad, no. Es algo peor: es sorpresa con una pizca de incomodidad. Como si todos pensaran lo mismo: “¿Pero qué hace este aquí? ¿Se ha perdido? ¿Está buscando a su mujer? ¿Está buscando otra cosa…?”

Si has entrado solo, el drama se multiplica. Porque ahora pareces un puto pervertido. Puedes estar buscando un regalo de aniversario, un detallito para tu chica, incluso algo para tu hermana —aunque eso ya suena a excusa inventada por un abogado defensor en apuros—. Pero da igual. A ojos del mundo ya eres el tío raro que ha entrado a una tienda de ropa interior femenina sin ninguna razón aparente, con cara de no saber si está buscando unas bragas o la salida de emergencia.

El instinto de supervivencia te hace adoptar la pose del tipo normal. Caminas despacio, como si supieras lo que haces. Te detienes, finges interés, observas un body negro de encaje como si estuvieras valorando su composición textil y su calidad como si fueras diseñador de Victoria’s Secret. Pero no cuela. Tú lo sabes. Ellas lo saben. Hasta el maniquí del escaparate sabe que no perteneces a ese lugar.

Ahora bien, si has entrado acompañando a alguien, la experiencia es menos traumática… pero sigue siendo una puta tortura. Te conviertes automáticamente en el mobiliario humano de la tienda. El perchero con móvil, el tío que deambula con los hombros caídos y el alma rendida mientras su novia, amiga o madre se pierde entre sujetadores, braguitas brasileñas y camisones de satén. Te sientes como un cactus decorativo en medio de la sección de pijamas. Solo que los cactus al menos no sudan por la incomodidad.

Lo típico es sacar el móvil. Finges que estás ocupado. Que estás resolviendo asuntos importantes. WhatsApp, Instagram, leer por décima vez ese correo de spam que dice que te ha tocado un iPhone. Lo que sea para no mirar a ningún sitio. Porque si levantas la vista, corres el riesgo de clavar la mirada en un escaparate de tangas y, sin querer, parecer un acosador con hobbies raros.

El peor momento, sin embargo, aún está por llegar. Siempre llega. El instante en el que tu acompañante, con la inocencia de quien no tiene ni idea de la carga simbólica del gesto, te dice: “Sujétame esto un momento.” Y ahí estás tú. En medio de Oysho, con un sujetador rojo pasión en la mano izquierda y un conjunto de encaje negro en la derecha. Intentando mantener la compostura, mirando al techo, rezando para que no entre en ese momento tu ex, tu jefa o algún colega del gimnasio. No hay dignidad que sobreviva a eso.

Y si encima tienes que preguntar algo… prepárate para el colofón del ridículo.

—Hola, perdona, ¿tenéis tallas más grandes de esto?

La dependienta te mira con la misma expresión con la que se mira a alguien que acaba de preguntar si puede freír yogur.

—¿Es para regalo?

—Sí…

—¿Sabes la talla?

—Eh… creo que es una M.

Mentira podrida. No tienes ni puta idea. No sabes ni si es una S, una M o una Z interdimensional. Pero has dicho lo primero que te ha venido a la cabeza porque cualquier cosa es mejor que seguir prolongando ese diálogo humillante donde te sientes más pequeño que un tanga de encaje XS.

Y luego, por fin, llega el mejor momento: la salida. El paso firme hacia la libertad. El oxígeno fresco de la calle. El fin de la tortura. Caminas como quien acaba de escapar de un campo de entrenamiento militar, con una bolsa de Oysho en la mano que parece pesar 20 kilos de vergüenza. Y mientras te alejas, solo piensas una cosa:

“Vale, lo he hecho. Pero la próxima vez esto lo compro por internet… y que Amazon se coma el marrón.”