Todos conocemos a alguien flojito. No me refiero a alguien que simplemente no haga ejercicio o que prefiera el sofá al gimnasio. No, no. Hablo de esos seres humanos que parecen hechos de gelatina, que no pueden levantar ni una caja de cereales sin pedir ayuda y que se quejan como si hubieran cruzado el puto desierto con una mochila de piedras por cargar una bolsa del Mercadona.
El flojito es esa persona que, cuando hay que mover un sofá, desaparece misteriosamente. Y si por alguna razón no puede escaquearse, se planta al lado con cara de sufrimiento absoluto, pone las manos en el mueble y finge que está empujando, cuando en realidad su fuerza es equivalente a la de un gato dormido.
El flojito no coge peso, no corre, no sube escaleras sin quejarse. Si tiene que caminar más de dos calles, empieza a suspirar como si estuviera subiendo el Everest cargando un burro. En el gimnasio dura dos semanas. Llega con intención, prueba la cinta, hace tres repeticiones con una pesa ridícula y al día siguiente deja de ir porque “es que me duele todo”.
Pero lo mejor es cuando intentan justificar su flojera. Siempre tienen alguna excusa lista:
—Es que no soy de esfuerzo físico.
—Es que tengo las muñecas sensibles.
—Es que tengo tendencia a lesionarme.
—Es que no he desayunado bien y me mareo.
¡Cállate, cabrón! Lo que tienes es vagancia crónica y el músculo de un espagueti cocido.
Y no hablemos de los flojitos en los trabajos físicos. Ahí ya es otro nivel de desesperación. El flojito en el curro es el que lleva una caja ligera y la sujeta con la espalda recta y cara de “esto pesa más que mi dignidad”. Es el que se ofrece a hacer “otras tareas” en vez de ayudar con lo que realmente hay que hacer. Y si le pones a cargar algo más pesado que una libreta, te lo devuelve con una cara de tragedia absoluta y te dice:
—Pfff… es que me he hecho daño en el antebrazo. ¿QUÉ ANTEBRAZO, SI NI LO USAS?
El flojito nunca ha levantado nada pesado en su vida, pero si le das una caja de cartón, la agarra como si estuviera transportando una bomba nuclear. No puede abrir un bote sin ayuda, no puede apretar un tornillo sin bufar, no puede ni doblar una puta manta sin quejarse de que es demasiado grande.
Pero lo peor es cuando encima te miran mal a ti por tener un mínimo de fuerza. Como si cargar algo sin sufrir fuera un insulto personal hacia su existencia. “Uy, qué fuerte, ¿no?” No, cabrón, simplemente no soy un puto blandengue.
Así que si eres flojito, espabila. No digo que te conviertas en Hulk, pero por lo menos deja de bufar cada vez que levantas una silla. Que al final te va a ganar en fuerza hasta tu abuela con artritis.