Si hay algo que saca lo peor de la humanidad, es la puta incorporación a una carretera. Tú vas con toda tu buena intención, respetando las normas, acelerando poco a poco para entrar en el tráfico sin liarla, y ahí están ellos: los hijos de la grandísima puta que deciden que no te van a dejar pasar.
No es que no puedan. Es que no quieren. Ven que vienes desde el carril de aceleración, te tienen de frente, te miran a los ojos y deciden que no, que su puto orgullo de piloto de Fórmula 1 les impide soltar el acelerador ni medio milímetro. Prefieren que te estampes contra el quitamiedos antes que ceder su sagrada posición en la vía.
Y ahí estás tú, con el intermitente puesto, sudando, intentando encontrar un hueco que nunca llega porque cada cabrón que pasa decide acelerar en lugar de dejarte entrar. Da igual que haya espacio de sobra. Siempre habrá un capullo que apriete el acelerador justo cuando intentas meterte.
Pero lo mejor es que luego te miran con cara de “qué haces, imbécil”. Como si el problema fueras tú, como si querer incorporarte fuera un delito de alta traición. Y si te la juegas y entras, te pitan. Te pitan como si hubieras irrumpido en su salón en mitad de la cena familiar.
Los hay que incluso, cuando ven que vas a entrar, se pegan al coche de delante para cerrarte el paso. ¿Para qué? ¿Qué ganas con eso, cabrón? Si tu vida cambia porque un coche se te meta delante en la autopista, necesitas terapia, no una vía rápida.
Y lo más divertido es que, si ellos fueran los que intentan incorporarse, exigirían respeto, civismo, que les dejaras pasar como buenos ciudadanos de la carretera. Pero cuando están en el carril principal, sueltan su lado más miserable, se convierten en jueces del tráfico y deciden que tú no eres digno de entrar en la autopista.
¿Y qué pasa cuando finalmente logras meterte? Que te miran con odio. Se te ponen detrás, te adelantan agresivamente, te lanzan las luces largas… como si les hubieras arruinado el día. Como si tu coche les hubiera robado el alma. Tranquilo, campeón, que no estamos en el puto Gran Premio de Mónaco.
Así que, si eres de esos cabrones que no dejan que la gente se incorpore, ojalá un atasco eterno en la M-30 con 40 grados a la sombra y sin aire acondicionado. Porque, de verdad, ser así de gilipollas en la carretera no es una actitud, es una enfermedad.