VIPS: el arte de la estafa gastronómica con fotos de mentira

Si hay algo que define a VIPS, aparte de sus camareros con cara de estar secuestrados, es la capacidad de venderte ilusiones culinarias con fotos espectaculares… solo para luego tirártelas a la cara en forma de comida de colegio mal recalentada.

Todo empieza con la carta, ese catálogo de obras maestras que parece diseñado por un chef con estrella Michelin y un fotógrafo de la NASA. Hamburguesas con queso fundido chorreante, tortitas doradas y esponjosas, ensaladas con ingredientes frescos y vibrantes, sándwiches que parecen la puta definición de la perfección. Y ahí estás tú, como un pardillo, babeando sobre la mesa y pensando: “Joder, esto tiene pintaza.”

Pero, ¡ja!, porque en el momento en el que el camarero (que claramente está en su último día antes de dimitir) te deja el plato en la mesa, empieza la tragedia.

Si pediste una hamburguesa, te llega un engendro que parece aplastado por una apisonadora. La carne, lejos de ser jugosa y apetecible, tiene la textura de un zapato viejo y el queso ya no es ese espectáculo cremoso de la foto, sino una triste loncha de plástico fundida a medias. La lechuga parece robada de un kebab a las cinco de la mañana y el pan está más seco que la vida amorosa de un contable.

Las tortitas, que en la carta brillaban como si las hubiera bañado un ángel en sirope de arce puro, llegan a tu mesa con una presentación que parece un accidente. Están frías, duras y con más posibilidades de usarse como frisbee que de ser disfrutadas como postre. Y el sirope, ese líquido dorado y abundante de la foto, en la realidad es una triste cucharadita que parece echada con desprecio.

Las ensaladas son directamente una broma de mal gusto. En el menú ves un bol lleno de hojas verdes vibrantes, nueces doradas, pollo tierno y queso de cabra generoso. En la vida real, te traen un puñado de lechuga de bolsa, tres trozos de pollo que parecen haber pasado por la guerra y un queso de cabra que más que fundirse, parece que se está desintegrando.

Y el sándwich VIPS Club, el estafador supremo. Te lo venden como un monumento al buen comer, un templo de pan de molde con capas perfectas de pollo, bacon, huevo y tomate. Pero cuando lo ves en tu plato, te dan ganas de denunciar. El pan está chafado, el bacon es un trozo seco y solitario, y el huevo, en vez de verse suculento, parece hecho con desgana por alguien que ha renunciado a la vida. Cada bocado es un recordatorio de que has tomado malas decisiones.

Pero lo mejor es la actitud del personal. Tú pones cara de “¿qué coño es esto?” y el camarero te mira con total indiferencia. Sabe lo que ha pasado. Lo ha visto cientos de veces. Está inmunizado a la decepción. Así que te deja el plato y se va sin mirar atrás, porque ya no tiene alma.

VIPS es eso: una fábrica de sueños destruidos, un lugar donde lo que ves jamás es lo que te llega. Un monumento a la estafa fotográfica con cocina industrial y microondas. Pero, como un masoquista, sigues yendo, porque en el fondo quieres creer que esta vez será diferente.

Pero no. Nunca lo es.