Hay un momento especialmente cruel en la vida, uno de esos que no sale en las películas ni en los discursos motivacionales de YouTube: el instante en el que sabes que alguien está a punto de morir… pero aún no te lo han dicho. Ese limbo asqueroso donde no ha pasado nada y, sin embargo, ya ha pasado todo.
Es un rato que se hace eterno, una especie de tortura silenciosa donde te sientas en una silla incómoda, miras el móvil cada treinta segundos, respiras mal, tiemblas un poco y no sabes si prepararte para llorar o fingir que todo sigue igual. No eres persona. Eres una sombra que espera una frase. Una sola frase.
La cabeza se te llena de ruido. Piensas en cómo era esa persona hace dos semanas, hace dos años, hace veinte. Te salen recuerdos como flashes de una película mal montada. Uno te arranca una sonrisa. El siguiente te parte por dentro. Te preguntas si hiciste suficiente por esa persona, si fuiste la versión decente de ti mismo o si te comportaste como un imbécil más veces de las que deberías.
Y mientras tú te revuelves en tus dudas existenciales, hay un silencio. Un silencio cabrón. Porque nadie quiere ser el que dé la noticia. Porque tú tampoco quieres escucharla. Porque sabes que cuando llegue, algo en ti se rompe para siempre. Y quizá se recomponga, sí, pero nunca vuelve exactamente al mismo sitio.
Lo peor es la espera. Esa vibración del móvil que te pega un susto que ni un petardo en Fallas. Ese número en la pantalla que hace que el corazón se te salga por la boca. Ese mensaje que no llega. Ese “te aviso en cuanto sepamos algo” que suena a sentencia aplazada.
En ese rato maldito, la vida se detiene. El mundo sigue, claro, como si nada: coches pasando, gente riendo, un niño llorando porque no quiere ir al cole, un perro ladrando… y tú ahí, suspendido en un paréntesis emocional que solo se cierra con una noticia que no quieres escuchar.
Y cuando por fin suena el teléfono, cuando ves el nombre en la pantalla y sientes ese golpe seco en el estómago, ahí lo entiendes todo: ya está. Llegó. El silencio se rompe. Y tú también. Da igual si era alguien muy cercano o alguien que orbitaba un poco más lejos en tu vida; la noticia siempre te parte, aunque sea en tamaños distintos. Pero te rompe, joder. Te rompe igual.
Después vendrán abrazos, trámites, cafés fríos, frases hechas que no ayudan una mierda, los comentarios torpes, la broma como mecanismo de defensa. Pero ese minuto antes, ese minuto en el que aún no sabes pero ya sabes… ese es el verdadero infierno. El que nadie te enseña a atravesar. El que te hace pequeño, humano y jodidamente frágil.
A veces, sobrevivir no es cuestión de fuerza. Es cuestión de aguantar ese silencio. Y aun así, duele como un cabrón.