España lleva años siendo un circo, pero últimamente ni circo somos: somos un mercadillo cutre donde los feriantes cambian cromos, favores y sobres como quien cambia bragas en rebajas. La política española es un esperpento tan monumental que Valle-Inclán, si levantara la cabeza, pedía otra copa y decía “me habéis superado, cabrones”.
Y aquí no se salva ni el tato. Ni la derecha con sus santos de porcelana y negocios turbios escondidos debajo de la alfombra, ni la izquierda con su discurso moralista mientras firma contratos que huelen a chamusquina desde Cuenca. Los extremos, directamente, son un mito; una leyenda urbana como la niña de la curva o los políticos honestos.
Porque vamos a decirlo claro: la corrupción en España no es un problema, es un ecosistema. Lo mismo da que sea una trama de comisiones, una licitación adjudicada “casualmente” al cuñado, un enchufe descarado o ese político que declara 40 euros en la cuenta pero luego aparece con un chalé que ni Neymar. Todo muy normal.
Y ellos, los protagonistas de este vodevil cutre, siguen subidos en sus atriles gritando que son “los garantes de la democracia”. Será de la democracia de bolsillo, porque joder si llenan bolsillos. Cada semana salta un caso nuevo. Que si éste usó la tarjeta oficial para unas copitas de más. Que si aquel firmó con una empresa que resulta ser su primo. Que si aquí hay sobres, allí maletines, y más allá una trama que empieza en un ayuntamiento y acaba en un yate en Malta.
Luego vienen las explicaciones que son dignas de una película de Berlanga. Las investigaciones policiales, que son dignas de un tebeo de Mortadelo y Filemón. Las comisiones de investigación, que son dignas de una junta de vecinos de “La que se avecina”. Los juicios, que son dignos de un capítulo de David en Gnomo. Las sanciones y las penas, que no se producen en más de la mitad de los casos y cuando se producen, caen sobre el más tonto de la película que suele ser el más “inocente” de todos.
Mientras ellos juegan al Monopoly con dinero público, el resto de ciudadanos seguimos pagando impuestos como si fuéramos socios de un club exclusivo al que jamás nos dejan entrar. Y cuando alguien osa cabrearse, entonces salen en televisión con cara de haba diciendo que “hay que confiar en las instituciones”.
¿Confiar? Si las instituciones están más agujereadas que un queso gruyere y gobernadas por gente que no pasaría ni la entrevista para currar paseando por la calle con un cartel de “Compro Oro” colgado.
Los debates ya no son debates: son peleas de gallos sin plumas. Insultos, pullitas, ataques personales, y todo para esconder lo obvio: que nadie quiere arreglar nada porque todos están demasiado ocupados en mantener su parcela de poder, su carguito, su sueldo y su puerta giratoria futura. La ciudadanía es solo una molestia que aparece cada cuatro años para votar creyendo que cambiará algo y luego desaparece mientras ellos siguen repartiendo el pastel.
España no es un país corrupto por naturaleza; lo que pasa es que nos gobierna gente que ha confundido la política con un buffet libre. Y claro, cuando hay barra libre, aquí todo el mundo se pone hasta las tetas.
Pero oye, al menos tenemos algo garantizado: cada mes un nuevo episodio del reality político. Con corrupción, escándalos, pactos de chiste y declaraciones que ni los guionistas de comedia se atreverían a escribir. Eso sí, que nadie te engañe: esto no es tragedia ni comedia. Es un puto esperpento. Una vergüenza. Una auténtica mierda. Un insulto.
Y lo jodido es que lo llevamos tan dentro que ya ni nos sorprende. Que salga mañana un político diciendo que encontró dinero enterrado en el jardín y nos parecería hasta razonable. Alguna gilipollas iría incluso a aplaudirle e intentar abrazarle entre sollozos a la salida de su casa cuando lo sacase esposado la Guardia Civil.
España podría ser una maravilla. Pero mientras los que tienen que gobernarla estén ocupados robando, liándola y haciéndose los ofendidos profesionales, lo más sensato que podemos hacer es reírnos del circo.
Porque llorar ya lo hacemos por dentro.